La gladiadora by Jean-François Nahmias

La gladiadora by Jean-François Nahmias

autor:Jean-François Nahmias
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Histórico
publicado: 2004-08-09T22:00:00+00:00


EL GLADIADOR SIN PASADO

Un nuevo año había comenzado. Estaban a mediados de enero y el hombre que se hacía llamar Flama llevaba tres meses en el campamento cuando se produjo un suceso que habría de tener múltiples consecuencias. Fue mientras se entrenaba solo, como de costumbre, frente a un poste. Debido a las fuertes lluvias, el suelo estaba embarrado. Se escurrió y cayó de tan mala manera que se golpeó la cabeza contra el poste y perdió el conocimiento.

Avisaron enseguida a Hermógenes, que le curó la herida. Alertado también Ciriaco, acudió inmediatamente, dejándolo todo. No por altruismo, sino por interés personal. Los gladiadores salían caros y, además, era imposible adiestrar a un nuevo andábata antes del día del combate. Cuando llegó, Flama seguía inconsciente en el suelo. Interrogó a su médico con auténtica ansiedad.

—¿Es grave?

—No lo sé. Parece serio. Habrá que esperar.

El herido abrió los ojos en ese mismo instante. El lanista soltó un suspiro de alivio y le dijo con tono desabrido:

—¿En qué estabas pensando, Flama?

El interesado no le respondió. Miró a su alrededor durante un rato de forma inexpresiva y luego preguntó:

—¿Quién es Flama?

—¡Tú eres Flama!

Hermógenes intervino:

—Ha perdido la memoria. Es frecuente que ocurra después de recibir un golpe en la cabeza. Pero se suele recuperar en poco tiempo. Le daré lo que necesita.

Algo más tarde, el médico le hizo tragar un brebaje a base de hierbas que había preparado, y que, al parecer, era el mejor remedio contra esa clase de dolencia. Pero no tuvo el efecto deseado. Al cabo de unos días de convalecencia, el herido se incorporó y recuperó el uso de sus facultades. Era, a todos los efectos, el mismo de antes, con una salvedad: había perdido la memoria.

Los días pasaban y nada cambiaba. Titus Flaminius no conservaba el menor recuerdo de quién era ni la razón por la que se encontraba allí. Como todo el mundo le decía que se llamaba Flama, había llegado al convencimiento de que ése era su nombre y volvió a golpear el poste mientras sostenía con ambas manos su espada de madera.

Lo más extraordinario fue la solidaridad que, de forma natural, se generó a su alrededor. En el cuadrilátero del pórtico, siempre estaba acompañado. Todos abandonaban su grupo en un momento u otro para dirigirle una palabra de ánimo. Empezaron a llamarle el Amnésico y se convirtió en una de las figuras más populares del cuartel. El motivo de tanta simpatía era muy sencillo: le envidiaban.

Por la noche, en su cuarto, Faventino le repetía:

—¡Comparte conmigo tu mal, Flama! Explícame cómo te lo has hecho para que consiga dejar de llorar pensando en Aurelia y de preguntarme mil veces al día si ella está viva o muerta.

El antiguo jardinero incluso pasó a la acción. Después de fijarse en dónde se había dado exactamente el golpe su compañero, se golpeó con todas sus fuerzas en el mismo lugar con la espada. Pero sólo consiguió un fuerte dolor de cabeza que le duró varios días.

Mesor, con quien el herido había reanudado espontáneamente su amistad, no le decía otra cosa:

—No recuperes la memoria, Flama.



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