La esperanza by André Malraux

La esperanza by André Malraux

autor:André Malraux [Malraux, André]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 1937-01-01T05:00:00+00:00


Segunda parte

El Manzanares

I

Ser y hacer

I

1

La multitud enloquecida que había huido de Toledo, los milicianos sin fusil del Tajo, los restos de los batallones campesinos de Extremadura, iban y venían por la estación de Aranjuez. Como hojas reunidas en un torbellino y después arrastradas por el mismo viento, los grupos que habían llegado corriendo se dispersaban en el parque de castaños lleno todavía de rosas granate, o recorrían a grandes pasos, como los locos su jardín, las avenidas de los plátanos imperiales.

Los desechos de las milicias con nombres históricos, los Invencibles, las Águilas Rojas, las Águilas de la Libertad, se agitaban sobre la alfombra de flores caídas, tan espesa como lo es en otras partes la de las hojas secas, los brazos colgando, los fusiles arrastrados por el cañón como perros, y se detenían para escuchar el cañón aproximarse del otro lado del río. Entre los golpes que subían del suelo ensordecidos por el espesor de las flores podridas de los castaños, se oyó una antigua campana.

—¿Una iglesia, en este momento? —preguntó Manuel.

—Se diría más bien una campana de jardinero —respondió López.

—Eso viene del lado de la estación.

Otras campanas y campanillas, timbres de bicicletas, bocinas de automóviles y hasta golpes sobre cacerolas acompañaban ahora a la campana. Los restos del sueño revolucionario, sables, cubrecamas rayados, trajes de encaje, escopetas —y hasta los últimos sombreros mexicanos— llegaban del fondo del parque hacia ese tam-tam que unía a las tribus.

—Pensar que la mitad por lo menos son valientes… —dijo Manuel.

—A pesar de todo, está bien, pánfilo; ¡no han destrozado un solo busto!

A lo largo del parque, los célebres bustos de yeso, iluminados de rosa por la reverberación de los ladrillos antiguos, estaban intactos bajo los plátanos. Manuel no los miraba. Girando como una pajarera traída de América por los príncipes para su jardín de Aranjuez, el carnaval se precipitaba hacia la estación bajo las arcadas de ladrillo, en la luz rosada de las perspectivas regias.

A medida que Manuel y López se dirigían ellos también hacia la campana, una palabra se hacía precisa: locomotora. ¡Que no vayan a Madrid a ningún precio!, pensó Manuel: no le costaba ningún trabajo pensar en la llegada de diez mil hombres desmoralizados, dispuestos a los más increíbles embustes, inmediatamente después de la toma de Toledo —en tanto que Madrid se organizaba desesperadamente.

Estaban ahora muy cerca de la estación. Drid-Madrid-drid-drid chirriaban de todos lados como el crepitar rabioso de las cigarras.

—Como huyeron, van a contar que los moros son invencibles —dijo López—: Es necesario que los moros estén superiormente armados, y así por el estilo, para que ellos tengan el derecho de haber huido, naturalmente.

—Huyeron porque no los dirigían. Antes se batían no menos bien que nosotros.

Manuel pensaba en Barca, en Ramos, en sus camaradas del tren blindado, en los del Tajo. Y también en un viejo sindicalista, abanderado de una manifestación, algunos años antes; la manifestación, detenida por enormes fuerzas de policía, había tenido el derecho de continuar su marcha a condición de arriar las banderas. «¡Arriad las banderas!», habían gritado pues los responsables.



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