El cuento de la criada by Margaret Atwood

El cuento de la criada by Margaret Atwood

autor:Margaret Atwood
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Autoayuda, Ciencia Ficción
ISBN: 978-84-666-0183-2
editor: Bruguera
publicado: 2001-01-01T05:00:00+00:00


CAPITULO 27

Recorro la calle con Deglen, bajo el sol. Hace calor y hay humedad. Antes, en esta época del año, nos habríamos puesto un traje de playa y sandalias. En nuestros cestos llevamos fresas —ahora es la época, de modo que comeremos fresas y más fresas, hasta hartarnos— y pescado envasado. El pescado lo compramos en Panes y Peces, que también tiene su letrero de madera con el dibujo de un pez sonriente y con pestañas. Sin embargo, no venden pan. La mayoría de las familias hornean su propio pan aunque, cuando se les acaba, en El Pan de Cada Día se pueden conseguir panecillos secos y buñuelos pasados. Panes y Peces casi nunca está abierta. ¿Para qué molestarse en abrir si no tienen qué vender? La pesca marina dejó de existir hace años; el poco pescado que hay ahora proviene de las piscifactorías, y sabe a fango. Las noticias dicen que las áreas costeras están «en reposo». Recuerdo el lenguado, el abadejo, el pez espada, las vieiras, el atún; y la langosta al horno y rellena, y el salmón, rosado y graso, asado a la parrilla. ¿Es posible que se hayan extinguido todos, igual que las ballenas? He oído ese rumor, me lo transmitieron con palabras mudas, con un movimiento apenas perceptible de los labios, mientras estábamos afuera haciendo cola, esperando que abrieran la tienda, en cuyo escaparate se veía el dibujo de unos suculentos filetes de pescado blanco. Cuando tienen algo, ponen el dibujo en el escaparate; si no, lo quitan. Un lenguaje de señales.

Hoy, Deglen y yo caminamos lentamente; tenemos calor con nuestros vestidos largos, nos sudan las axilas y estamos cansadas. Al menos con este calor no llevamos puestos los guantes. En algún punto de esta manzana había una heladería. No logro recordar el nombre. Las cosas pueden cambiar tan rápidamente, los edificios pueden ser derrumbados o transformados en cualquier otra cosa, y resulta difícil recordarlos tal como eran. Podías coger cucuruchos dobles, y si querías te ponían ralladura de chocolate por encima. Éstos tenían un nombre de hombre, ¿Johnnies? ¿Jackies? No logro recordarlo.

Íbamos cuando ella era pequeña, y yo la levantaba en brazos para que pudiera ver a través del mostrador de cristal, donde estaban expuestas las cubas con los helados de colores suaves: naranja pálido, verde pálido, rosa pálido, y yo le leía los nombres para que ella pudiera escoger. De todos modos, no los elegía por el nombre, sino por el color. Sus vestidos y sus guardapolvos también eran de esos colores. Helados al pastel.

Jimmies, así se llamaban.

Ahora, Deglen y yo nos sentimos más cómodas, nos hemos acostumbrado a estar juntas. Como hermanas siamesas. Ya no nos molestamos en cumplir con las formalidades del saludo; sonreímos y echamos a andar, en tándem, recorriendo serenamente nuestra ruta diaria. De vez en cuando variamos el itinerario; no hay nada que lo prohiba, siempre que permanezcamos dentro del límite de las barreras. Una rata que está dentro de un laberinto es libre de ir a cualquier sitio, siempre que permanezca dentro del laberinto.



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