La dama que lloraba a solas by Carolyn Byrd Dawson

La dama que lloraba a solas by Carolyn Byrd Dawson

autor:Carolyn Byrd Dawson [Byrd Dawson, Carolyn]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Intriga, Novela
editor: ePubLibre
publicado: 1940-11-15T00:00:00+00:00


CAPITULO XIV

—A lo mejor, es una celada —previne al policía—. Recuerde usted que esta noche hubo otro llamado telefónico…

—¿Cree usted que no tengo sesos en la mollera? —gruñó Tim, picado en su amor propio—. Mientras usted se ponía sus chismes, investigué ese llamado.

—Excúseme usted —respondí, con zumba, y me desplomé de espaldas contra los cojines. La siguiente curva del camino vino un poquitín demasiado pronto—. Parece que no se ahorra caballos, amigo, ¿verdad? —murmuré.

No recibí contestación. Viéndole virar el coche a escasos palmos de la traicionera curva, evoqué, nostálgica, mi dulce y cálido lecho de Hilltop. Bien podría acostumbrarme a pasármelas sin dormir, medité blandamente. Una ligera neblina se cernía en el aire. Los portones del Recreo del Lago se alzaron, sombríos, ante nuestros ojos.

Tim hizo resonar la bocina con rabiosa persistencia, hasta que una figura, aplastada por el sueño, surgió, gruñendo entre dientes, del taller de golf. Era Pete, el caddy. El muchachito nos miró despavorido cuando vio quienes eran los ocupantes del coche.

—¿Ocurrió algo? —preguntó.

—No lo sabemos —contestó con acritud el policía—, pero deje las verjas cerradas. No franquee la entrada a nadie, ¿entiende?

—Sí, señor —asintió Pete, y echando llave a los portones, se escurrió de nuevo al taller de golf, poco intimidado, al parecer, por la acrimonia del policía.

La luz del cuarto de recibo de Andy resplandeció sobre nuestras cabezas en tanto trepábamos por el senderillo de piedras sobre el terreno en declive.

—Quédese usted aquí —Tim me señaló un ángulo del porche de concreto; advertí que tanto él como el otro policía esgrimían sendos revólveres.

La puerta frontal estaba entreabierta algunas pulgadas. Tim la empujó, silenciosamente, con el pie.

Martin yacía sobre un sofá, envuelta su cabeza con una toalla turca, a guisa de turbante. Se alzó sobre uno de los codos y contempló a los representantes de la ley con ojos grandes como platos:

—Cleo que pueden gualdalse los levólveles, capitán. Ya se malchalon.

—¿Quiénes?

—¡Pol Dios, místel Hammond, que no lo sé! Me lefielo a los que me dielon este golpe en la cabeza. No pude vel-los —Martin se desplomó sobre el sofá exhalando un gemido, y Tim se encaminó hacia él.

—¿Qué ocurrió, muchacho? —inquirió, desenrollando la toalla de la motuda cabezota del negro.

—Alguien se esculió detlás de mí mientlas ablía la puerta, y me apaleó —Martin se restregó un chichón del tamaño de un huevo bien visible en su nuca—. El tipo me pegó aun antes que pudiela dalme vuelta —se quejó.

—¿Robaron en la casa?

—No milé, capitán. Cuando lecoblé el sentido, la puelta estaba todavía celada, y las llaves a mi lado… sobre el piso… También me levisalon los bolsillos.

—¿Se llevaron tu dinero?

—Ni un centavo, capitán. Y también me dejaron el leloj.

—En ese caso, ¿qué te hurtaron?

—Nada más que unas viejas instantáneas.

Tim le miró, perplejo:

—Martin es aficionado a la fotografía —expliqué.

—Ya veo —respondió el policía con voz indiferente—. Mejor es revisar la casa mientras estamos aquí. ¡Andando, Nick!

El otro policía, apostado hasta entonces en un rincón, salió al vestíbulo.

—Convendría cuidarte ese chichón en la cabeza —dijo Tim a Martin.

—Es verdad; vamos a ponerle una bolsa de hielo encima —tercié, y salí a buscarla.



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