La dama pálida by Alejandro Dumas

La dama pálida by Alejandro Dumas

autor:Alejandro Dumas
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Terror
publicado: 1846-01-01T00:00:00+00:00


—Kostaki ha sido muerto de frente, dijo la princesa, en duelo, y por un solo enemigo. Buscad su cuerpo, hijos míos, que más tarde trataremos de buscar al matador.

Como el caballo había entrado por la puerta de llano, todos los servidores se precipitaron por esta puerta, y relucieron los hachones por la campiña hasta perderse en el bosque, como, en una hermosa noche de verano, se ven centellear las luciérnagas en las llanuras de Niza y de Pisa.

Smeranda, como si hubiese estado convencida de que las pesquisas no serían largas, esperaba de pie en la puerta. Ni una lágrima corría de los ojos de aquella desolada madre, y sin embargo se sentía rugir la desesperación en el fondo de su alma.

Gregoriska estaba detrás de ella y yo junto a Gregoriska. Por un instante, al abandonar el salón, había tenido la intención de ofrecerme el brazo, pero no se atrevió.

Al cabo de un cuarto de hora o poco más, se vio por la revuelta del camino aparecer una antorcha, en seguida dos, después todas.

Sólo que aquella vez en lugar de esparramarse por la campiña, estaban agrupadas en torno de un centro común.

Este centro común, según pudo verse muy pronto, se componía de una litera y de un hombre tendido sobre ella.

El fúnebre cortejo avanzaba, pero lentamente.

A los diez minutos llegó a la puerta. Al reparar en la madre viva que aguardaba al hijo muerto, los que lo llevaban se descubrieron instintivamente, después entraron silenciosos en el patio.

Smeranda les siguió, y nosotros seguimos a Smeranda. De ese modo llegamos al salón en el cual fue depositado el cuerpo.

Entonces, con ademán de suprema majestad, Smeranda se abrió paso, y acercándose al cadáver, dobló en tierra una rodilla, separó los cabellos que ocultaban su rostro, y permaneció contemplándole por largo tiempo, enjutos los ojos. Abriendo en seguida la túnica moldava, entreabrió la camisa manchada de sangre.

La herida estaba en el costado derecho del pecho. Debía haber sido causada por una hoja recta y cortante de dos filos. Recordé haber visto aquel día mismo, en el cinto de Gregoriska, el largo cuchillo de caza que servía de bayoneta a su carabina.

Busqué el arma en su cinto, pero había desaparecido. Smeranda pidió agua, mojó su pañuelo en ella y lavó los cruentos bordes.

La sangre fresca y pura subió a enrojecer los labios de la herida.

El espectáculo que ante los ojos se me ofrecía, presentaba no sé qué de atroz y de sublime a la vez. Aquel vasto salón, ahumado por las antorchas de resina, aquellos rostros bárbaros, aquellos ojos brillantes de ferocidad, aquellos trajes extraños, aquella madre que calculaba, a la vista de la sangre tibia todavía, el tiempo que hacía que la muerte le robara a su hijo, aquel terrible silencio, interrumpido solamente por los sollozos de los bandidos de quien era Kostaki el jefe, todo esto, lo repito, era atroz y sublime a un mismo tiempo.

Por fin, Smeranda acercó sus labios a la frente de su hijo; en seguida, levantándose, y echando hacia atrás las largas trenzas de sus cabellos blancos, que se habían desprendido:

—¡Gregoriska! —dijo.



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