La conquista del reino de Maya por el último conquistador Pío Cid by Ángel Ganivet

La conquista del reino de Maya por el último conquistador Pío Cid by Ángel Ganivet

autor:Ángel Ganivet [Ganivet, Ángel]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Aventuras
editor: ePubLibre
publicado: 1897-03-07T16:00:00+00:00


CAPÍTULO XIV

Nuevas costumbres políticas.— Intervención de la mujer.— Camarillas palaciegas.— Luchas provocadas por la infecundidad de Mujanda.— Relación del embarazo y alumbramiento de la vieja Mpizi.

La centralización del poder traía consigo grandes bienes. Todas las discordias, que antes vivían desparramadas por la faz del país, se concentraron en la corte; los ciudadanos que, apartados de la escena política, peleaban por motivos fútiles, por la caza o por la pesca, por el aprovechamiento de los ríos o de los pastos, tenían ahora un asunto más elevado en que poner sus miras: el gobierno en cualquiera de sus órdenes y grados. Predominando antes el principio de la herencia, las luchas políticas eran familiares y se reducían al cruce de influencias de las mujeres para que sus hijos, si había varios, fuesen los preferidos por el padre; éste elegía a su arbitrio, y aplacaba los enojos con medidas de orden puramente doméstico. Raro era el caso de que el rey impusiera a las localidades reyezuelos de su familia, porque los miembros de ésta preferían vivir en la corte a expensas de su pariente y soberano. Algunos aficionados a las armas obtenían cargos militares; otros ejercían cargos palatinos puramente decorativos. Durante el reinado del cabezudo Quiganza, una sola excepción hubo a esta regla: el nombramiento de su hermano Lisu, el de los espantados ojos, para Mbúa; pero fue a petición de esta ciudad, y luego que Lisu derrotó al jefe rebelde Muno, el de los grandes labios.

El nuevo sistema cambiaba de arriba abajo todas las relaciones sociales. La lucha era ahora por obtener el favor del rey, del dispensador exclusivo de mercedes. Los reyezuelos habían aceptado gustosos que se les privara de la facultad de transmitir su cargo por herencia y de nombrar sus subordinados, viendo la compensación de una mejora inmediata, de un traslado favorable o de un ascenso a otra categoría; al mismo tiempo intrigaban para que sus deudos ocuparan los puestos vacantes. Del mismo modo, en todas las clases sociales, las aspiraciones hábilmente despertadas habían cegado los ojos para que no viesen lo que el interior de mi reforma contenía: un despojo de atribuciones en beneficio del poder central y en beneficio del país, si el rey sabía imponerse y dirigir todas las energías perdidas a fines útiles para la patria.

Mas por lo pronto ocurrió, y así tenía que suceder, que todos los que aspiraban a elevarse y todos los que se oponían a que otros se elevaran, esto es, la totalidad de la nación, dirigieron sus tiros contra el rey, y como el rey se escudaba con sus consejeros, contra los consejeros. No se tardó, en comprender que la fuente de los milagros era el rey en apariencia, y el Igana Iguru en realidad. En la nueva organización el rey no conservaba más que dos prerrogativas: oír a los uagangas, silbarles y acogotarles, y decidir con su voto en los consejos, cuando hubiera entre los consejeros lo que no habría nunca: empate. En una sola ocasión, con motivo de la



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