La conjura de los necios by John Kennedy Toole

La conjura de los necios by John Kennedy Toole

autor:John Kennedy Toole
La lengua: spa
Format: epub, mobi
Tags: Humor
publicado: 1980-01-01T05:00:00+00:00


NUEVE

—Tenemos una queja contra usted de la Inspección de Higiene, Reilly.

—Oh, ¿sólo es eso? Por la expresión de su cara, pensé que le había dado una especie de ataque epiléptico —dijo Ignatius al señor Clyde sin dejar de masticar panecillo y salchicha, mientras empujaba el carro hacia el interior del garaje—. Temo imaginar cuál podría ser la queja o cómo podría haberse originado. Le aseguro que he sido el espíritu mismo de la limpieza. Mis hábitos íntimos están por encima de cualquier reproche. No arrastro ninguna enfermedad social, no entiendo, por tanto, qué podría transmitirles yo a sus salchichas que ellas no tuvieran ya. Fíjese qué uñas.

—Basta ya de chachara, gordinflón —el señor Clyde ignoró las zarpas que Ignatius había extendido para la inspección—. Sólo lleva unos cuantos días en el trabajo. He tenido gente aquí trabajando durante años sin ningún problema con Sanidad.

—Debían ser, sin duda, más astutos que yo.

—Pusieron a un hombre vigilándole.

—Oh —dijo Ignatius tranquilamente, haciendo una pausa para engullir la punta de la salchicha que sobresalía de su boca como la colilla de un puro. Así que era eso aquel evidente apéndice del funcionariado. Parecía un brazo de la burocracia. A los funcionarios del gobierno siempre se les puede identificar por el vacío total que ocupa el espacio donde la mayoría de las otras personas tienen la cara.

—Cállese de una vez, gordinflón. ¿Pagó ese bocadillo que está comiendo?

—Bueno, indirectamente. Puede usted restarlo de mi miserable salario —Ignatius observó al señor Clyde apuntar unos números en una libreta—. Dígame, ¿qué arcaico tabú sanitario violé? Sospecho que se trata de alguna falsedad del inspector.

—Los de Sanidad dicen que vieron al vendedor Número Siete... es decir, usted...

—Así es. ¡El benditísimo Siete! En eso soy culpable. Ya me han colocado algo encima. Imaginé que el siete sería irónicamente un carro desafortunado. Quiero otro carro lo antes posible. Al parecer, ando empujando por las calles una especie de fetiche de la mala suerte. Estoy seguro de que me iría mejor con cualquier otro carro. Carro nuevo, vida nueva.

—¿Quiere hacer el favor de escucharme?

—Bueno, si es absolutamente preciso. Quizá debiera advertirle que estoy a punto de desmayarme de angustia y de depresión general, sin embargo. La película que vi anoche era especialmente agobiante, un musical playero juvenil. Casi me desmayé durante la secuencia de la canción en la tabla de surf. Además, tuve dos pesadillas anoche, en una de las cuales intervenía uno de esos espantosos autobuses Scenecruiser. En la otra, aparecía una chica que yo conozco. Fue algo de lo más brutal y obsceno. Si se la describiese, se quedaría usted aterrorizado, no me cabe duda.

—Le vieron a usted cogiendo un gato en la calle, en la Calle St. Joseph.

—¿Pero es que esa gente no tiene otra cosa que hacer? ¡Qué mentira tan absurda! —dijo Ignatius y con un rápido movimiento de la lengua engulló la última porción visible de salchicha.

—¿Y qué andaba usted haciendo por la Calle St. Joseph? Pero si allí sólo hay almacenes y muelles. Allí no hay gente.



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