La chica que vive al final del camino by Laird Koenig

La chica que vive al final del camino by Laird Koenig

autor:Laird Koenig
La lengua: spa
Format: azw3, epub
Tags: Terror, Intriga, novela
editor: 13insurgentes
publicado: 2023-04-30T22:00:00+00:00


11

La niña luchó por contener un arrebato de miedo. Luchó también por comprender qué estaba pasando. El policía se había presentado en esa misma puerta, pero se había ido por el camino. La sombra que habían visto tras las cortinas no había sido la del policía. Durante todo el rato que Miglioriti había estado bebiendo vino con Rynn y Mario, Hallet había estado fuera de la casa. A la espera.

El hombre en el umbral se estiró unos largos mechones enmarañados sobre el cráneo reluciente. Los ojos azules y acuosos revelaron su parte de sorpresa al ver la bicicleta en el recibidor. Su mirada brincó al salón, donde se topó con el niño vestido con capa.

Hallet no hizo movimiento alguno. Tras él, en la oscuridad nocturna, el viento sacudió las ramas desnudas, arañando unas con otras, haciéndolas chasquear.

Rynn rezó para que el hombre no se diera cuenta de cuánto le temblaban las piernas debajo del caftán. Ella, habitualmente tan presta a entrar en acción, tan serena, tan inventiva con sus respuestas, no supo qué hacer ni qué decir. Cuando oyó el repicar del bastón de Mario contra el suelo de madera, cuando recordó que, a diferencia de la otra noche, no estaba sola, bendijo al niño para sus adentros.

Mario cojeó hasta situarse a su lado.

Hallet realizó el primer movimiento. Ni Rynn ni Mario supieron cómo detenerlo.

Ya era demasiado tarde para cerrarle la puerta en las narices.

No hizo ningún ademán, ningún gesto, no pronunció orden alguna, pero con cada paso que daba al interior del recibidor, Rynn y Mario iban reculando a su vez. Estaba allí. No tenía que hacer nada más para demostrar que era el amo del lugar. El fuerte olor a colonia provocó a Rynn un ataque de náuseas.

Las manos de Hallet, de usual sonrosadas, presentaban una encendida tonalidad roja brillante por culpa del frío, y se las masajeó mientras se aproximaba a la bicicleta. Contempló el vehículo como si algo así nunca se hubiese visto dentro de una casa.

Rynn y Mario retrocedieron hasta el salón sin darse cuenta, moviéndose a la vez que el hombre, caminando de espaldas y dando traspiés a medida que él avanzaba.

Hallet no se detuvo hasta llegar sobre la alfombra trenzada. Sacó el tubito de protector labial de un bolsillo y se pasó la punta reluciente sobre los gruesos labios. Examinó la habitación con la misma mirada atenta que le había dirigido a la bicicleta, fijándose primero en el sofá, a continuación en la mecedora, la leñera, la mesa, como si fuera la primera vez que veía tales objetos. Casi de manera inconsciente, alisó una arruga de la alfombra con la punta de un zapato de ante. El mismo zapato empujó la caja de cartón. Los frascos tintinearon.

—¿Frascos de mermelada? —preguntó sin volverse para mirar a la niña.

Ella asintió.

En la mesa, cogió uno de los candelabros de peltre y, con la punta de un dedo sonrosado, comprobó que la cera seguía tibia. Dio unas vueltas al candelabro entre las manos antes de volver a dejarlo junto a los platos de la cena, las copas de vino, las servilletas manchadas y arrugadas.



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