La cólera de Dios by Paul Harding

La cólera de Dios by Paul Harding

autor:Paul Harding [Harding, Paul]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico, Humor, Policial
editor: ePubLibre
publicado: 1992-12-31T16:00:00+00:00


Capítulo VIII

Al final, Cranston y Athelstan regresaron a San Erconwaldo. Mientras el forense descansaba en la casa parroquial, Athelstan abrió la iglesia y se arrodilló delante del antealtar para rezar el oficio divino. No conseguía concentrarse en las palabras del salmista y se quedó atascado en la frase «un mar de aflicciones». Se detuvo para pensar en los quebraderos de cabeza que tenían en aquellos momentos tanto él como Cranston y en la posibilidad de que, en la pequeña parroquia de San Erconwaldo, también hubiera espías del regente. Se echó hacia atrás, se sentó sobre los talones y contempló el crucifijo. Esperaba que la visita de aquella noche fuera la primera y la última; juró en su fuero interno que, si se cumpliera aquel deseo, dedicaría todas sus energías a aquel misterioso Ira Dei y a los sangrientos asesinatos cometidos en el Ayuntamiento y en otros lugares.

Admiró la nueva imagen de san Erconwaldo, patrón de aquella parroquia y antiguo obispo de Londres, el cual había tenido que enfrentarse con múltiples dificultades antes de retirarse a la soledad de un monasterio de Barking. Contempló con afecto el devoto rostro de la imagen y estaba tan enfrascado en sus propios pensamientos que experimentó un sobresalto cuando sintió un suave roce en el hombro.

—Disculpadme, padre.

Athelstan se volvió y vio a Benedicta, mirándole con inquietud.

—Me dijisteis que regresara a la hora de vísperas, ¿no es cierto?

Athelstan se frotó los ojos sonriendo.

—Me alegro de que hayáis venido, Benedicta. Esperad aquí.

El fraile subió las gradas del presbiterio, abrió el sagrario, sacó los sagrados óleos y recogió en la pequeña sacristía un recipiente de agua bendita y un aspersorio. Lo guardó todo en una pequeña bolsa de cuero y regresó junto a Benedicta.

—Supongo que todo marcha bien en la parroquia, ¿verdad? —preguntó con fingida severidad.

—Tan tranquilo como el mar antes de una tormenta —contestó la viuda en tono de chanza.

Abandonaron la iglesia, cerraron la puerta y se dirigieron a la casa donde Cranston, sentado en la única silla de Athelstan, se había quedado dormido y estaba roncando con la boca abierta y la cabeza echada hacia atrás mientras Buenaventura descansaba acurrucado sobre sus rodillas.

—Gato insensato —dijo Athelstan en voz baja, tomando al animal en sus brazos antes de sacudir al forense para despertarle.

Sir John se despertó chasqueando los labios como de costumbre, saludó a Benedicta y después, a instancias de Athelstan, se fue a la despensa y se lavó la cara y las manos con agua fría. Regresó completamente despejado, anunciando a gritos que estaba dispuesto a presentar batalla al demonio y a cualquier otra criatura.

Los tres abandonaron San Erconwaldo haciendo conjeturas en su fuero interno acerca de lo que iba a ocurrir mientras recorrían las estrechas callejuelas y cruzaban los regatos de Southwark. Estaba anocheciendo, las tiendas y tenderetes ya habían cerrado y la gente regresaba a su casa. Las actividades de la jornada ya habían terminado y las criaturas nocturnas de los bajos fondos sólo saldrían de sus guaridas cuando hubiera oscurecido por completo. Se



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