La bella y la muerte by Richard S. Prather

La bella y la muerte by Richard S. Prather

autor:Richard S. Prather [Prather, Richard S.]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Policial
editor: ePubLibre
publicado: 1951-12-31T16:00:00+00:00


CAPÍTULO XII

La casa alquilada por María Carmen consistía en un pequeño chalet costero, situado una o dos millas después de la ciudad, justo sobre el borde del mar. Estacionó el Cadillac detrás de la casa, y después me tomó de la mano y me arrastró hasta la puerta del frente. No se trata de que yo estuviese quedándome atrás; me arrastró simplemente porque conocía el camino en la oscuridad y ella tampoco estaba perdiendo el tiempo.

Una vez cerrada la puerta detrás de nosotros, María encendió la luz.

—Listo —exclamó—. Éste es su escondite. ¿Le gusta?

Sinceramente en ese momento me habría conformado con un granero. Pero la casa era uno de esos lugares en los que resulta agradable vivir. La iluminación era tenue, indirecta; en las paredes había grabados multicolores que hacían juego con los tonos brillantes de los cómodos divanes y de los sillones. Una carpeta de rafia cubría el piso, y se oía el ruido de la marejada a pocos metros de la puerta.

—Maravilloso —le dije—. Podría esconderme aquí durante un año.

—Yo estaré nada más que dos meses —contestó ella sonriendo. Me estudió con la mirada⁠—. Hermano, tiene un aspecto horrible. Será mejor que se ponga algo seco.

Empecé a buscar una respuesta graciosa, pero ella no me dió tiempo. Salió de la habitación, y después volvió y me tomó por la mano y me arrastró detrás de ella.

—Acabo de encender la caldera —dijo—. Tendrá agua caliente dentro de cinco minutos. —Habíamos llegado a otra puerta y María la abrió y me empujó al interior del baño. En el rincón había un recinto para la ducha, amplio y revestido con azulejos—. Métase ahí —⁠dijo ella—. Incluso en Acapulco podrá pescarse un resfriado. ¿No se quejará de cómo lo cuido, verdad?

—Sí. La ducha resultará agradable. —Esperé que ella se fuese para poder desvestirme.

Ella me miró, con una sonrisa simpática.

—Bien, ¿va a tomar la ducha con la ropa puesta?

—Oh, no. No hago eso nunca —respondí. Ella se recostó contra la pared, observándome⁠—. Casualmente, acostumbro a bañarme solo. Ja, ja.

Ella echó la cabeza hacia atrás y se rió.

—¿Ése es todo su problema? —preguntó. Avanzó hacia mí y se detuvo, con la parte de arriba de la cabeza a la altura de mi mentón. Señaló la pistolera de sobaco que todavía tenía puesta⁠—. ¿Para qué sirve esto? ¿Para un arma?

—Sí, naturalmente.

Ella jugó con la correa, me quitó el arnés de la pistolera y después me desabrochó la camisa. Yo la tomé con mi mano y no la solté.

—Alto. Más despacio. Oiga, me la quitaré solo. Puedo arreglarme.

—Yo lo haré mejor que usted —contestó ella, sonriéndome⁠—. Suéltela.

—No. No. No quiero.

Ella suspiró, y dijo con tono comprensivo:

—Está bien, Shell. Pásemela por la puerta.

—¡Que se la pase por la puerta!

—Ajá. Iré a preparar las bebidas, si está seguro de que puede arreglarse solo.

—Puedo arreglarme solo. Quiero decir, claro que no puedo arreglarme solo… mejor dicho, al diablo, mujer, puedo desvestirme solo.

—Eso es lo que pensé —asintió ella, sonriendo—. Puede pasarme las ropas y quedarse completamente solo —⁠me pellizcó ligeramente el pecho y se volvió y salió del baño.



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