La batalla del Laberinto by Rick Riordan

La batalla del Laberinto by Rick Riordan

autor:Rick Riordan [Riordan, Rick]
La lengua: spa
Format: epub
publicado: 0101-01-01T00:00:00+00:00


Capítulo 11

Ardo como una antorcha

Ya creía que le habíamos perdido la pista a la araña cuando Tyson captó un lejano

sonido metálico. Dimos unas cuantas vueltas, retrocedimos varias veces y por fin

encontramos a la araña, que golpeaba una puerta de metal con su cabecita.

La puerta parecía una de aquellas anticuadas escotillas de los submarinos: con

forma oval, remaches metálicos y una rueda, en lugar de un pomo, para abrirla.

Encima de ella había una gran placa de latón, que el tiempo había cubierto de verdín,

con una eta griega en el centro.

Nos miramos unos a otros.

—¿Listos para conocer a Hefesto? —dijo Grover, nervioso.

—No —reconocí.

—¡Sí! —dijo Tyson, eufórico, mientras hacía girar la rueda.

En cuanto se abrió la puerta, la araña se deslizó al interior; Tyson la siguió de cerca

y los demás avanzamos también, aunque con menos entusiasmo.

El lugar era inmenso. Como el garaje de un mecánico, estaba lleno de elevadores

hidráulicos. En algunos de ellos había coches, pero en otros se veían cosas bastante

más extrañas: un hippalektryon de bronce desprovisto de su cabeza de caballo y con

un montón de cables colgando de su cola de gallo, un león de metal que parecía

conectado a un cargador de batería, y un carro de guerra griego hecho enteramente

de fuego.

Había además una docena de mesas de trabajo totalmente cubiertas de artilugios

de menor tamaño. Se veían muchas herramientas colgadas y cada una tenía su

silueta pintada en un tablero, aunque nada parecía estar en su sitio. El martillo

ocupaba el lugar del destornillador; la grapadora, el de la sierra de metales, y así

sucesivamente.

Por debajo del elevador hidráulico más cercano, que sostenía un Toyota Corolla

del 98, asomaban dos piernas: la mitad inferior de un tipo enorme, con unos

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Rick Riordan La batalla del Laberinto

mugrientos pantalones grises y unos zapatos incluso más grandes que los de Tyson.

En una de las piernas tenía una abrazadera metálica.

La araña se deslizó por debajo del coche y los martillazos se interrumpieron al

instante.

—Vaya, vaya. —La voz retumbaba desde debajo del Corolla—. ¿Qué tenemos aquí?

El mecánico salió sobre un carrito y se sentó. Había visto a Hefesto en el Olimpo

en una ocasión, así que creía estar preparado. En ese momento, sin embargo, tragué

saliva.

Supongo que se habría lavado cuando lo vi en el Olimpo, o que habría usado algún truco mágico para que su forma resultara menos espantosa. Pero al parecer

allí, en su propio taller, no le preocupaba en absoluto su aspecto. Llevaba un mono

cubierto de grasa, con un rótulo bordado en el bolsillo de la pechera que decía

«HEFESTO». La pierna de la abrazadera le chirriaba y daba chasquidos mientras se

incorporaba y, una vez de pie, vi que el hombro izquierdo era más bajo que el derecho, de manera que parecía ladeado incluso cuando se erguía. Tenía la cabeza

deformada y llena de bultos, y una permanente expresión ceñuda. Su barba negra

humeaba. De vez en cuando, se le encendía en los bigotes una pequeña llamarada

que acababa extinguiéndose sola. Sus manos debían de ser del tamaño de unos

guantes de béisbol y, sin embargo, sostenían la araña con increíble delicadeza.

La

desarmó en dos segundos y volvió a montarla.



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