La última orden by Timothy Zahn

La última orden by Timothy Zahn

autor:Timothy Zahn
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Ciencia Ficción
publicado: 1992-12-31T16:00:00+00:00


Capítulo 15

La fortaleza de Hijarna se desmoronaba lentamente desde hacía, tal vez, un millar de años, hasta que la Quinta Expedición Alderaaniana la descubrió, concentrada en su silenciosa y desierta vigilancia de su silencioso y desierto planeta. Una enorme extensión de piedra negra y dura, erguida sobre un farallón que dominaba una llanura, aún marcada con las cicatrices de una horrible destrucción. Para algunos, la enigmática fortaleza constituía un trágico monumento: un último y desesperado intento de defender un planeta asediado. Para otros, era el origen y la causa del asedio y la devastación resultantes.

Para Karrde, de momento, era su hogar.

—Te lo sabes montar bien, Karrde —comentó Gillespee, mientras apoyaba los pies sobre el borde del tablero de comunicaciones auxiliar y paseaba la vista a su alrededor—. En cualquier caso, ¿cómo descubriste este lugar?

—Consta en los viejos registros —contestó Karrde, y comprobó en la pantalla que el programa de decodificación seguía adelante.

Apareció un mapa estelar, acompañado de un texto muy breve. Gillespee cabeceó en dirección a la pantalla de Karrde.

—¿El informe de Clyngunn?

—Sí. —Karrde sacó la tarjeta de datos—. En efecto.

—Nada, ¿verdad?

—Bastante. Ninguna indicación de tráfico de clones en Poderis, Chazwa y Joiol.

Gillespee bajó los pies de la mesa y se levantó.

—Bien, hasta aquí hemos llegado. —Se acercó a la bandeja de fruta que alguien había dejado y cogió un driblis—. Parece que las actividades del Imperio han cesado en el sector de Orus. Si es que llevaban a cabo alguna.

—A tenor de la falta de pistas, me inclino por lo último. —Karrde seleccionó una de las tarjetas proporcionadas por su contacto de Bespin y la introdujo en el aparato—. De todas formas, era necesario averiguarlo, tarde o temprano. Entre otras cosas, nos permite concentrarnos en otras posibilidades.

—Sí —dijo de mala gana Gillespee, mientras volvía a su asiento—. Bien… Karrde, todo esto es muy extraño: contrabandistas dedicados a este tipo de investigaciones. No hemos sacado nada en limpio.

—Ya te he dicho que la Nueva República nos reembolsará algo.

—Sólo que no podemos venderles nada —señaló Gillespee—. Nunca he conocido a nadie que pagara por nada.

Karrde arrugó el entrecejo. Gillespee había materializado un cuchillo de aspecto pavoroso, para cortar con sumo cuidado un gajo de fruta.

—No es cuestión de cobrar —recordó al otro—, sino de sobrevivir contra el Imperio.

—Quizá para ti —dijo Gillespee, y examinó el gajo de fruta antes de morderlo—. Tienes entre manos tantos asuntos que no te importa apartarte de los negocios una temporada, pero los demás tenemos nóminas que pagar y naves que aprovisionar de combustible. Si el dinero deja de afluir, los empleados se enojan.

—¿De modo que tú y los demás queréis dinero?

Intuyó que Gillespee reunía valor.

—Yo quiero dinero. Los otros quieren largarse.

No era tan sorprendente. La cólera hacia el Imperio desencadenada por el ataque al Remolino de la Marmota se estaba enfriando, y los hábitos cotidianos empezaban a reafirmarse.

—El Imperio sigue siendo peligroso —dijo Karrde.

—Para nosotros no —replicó Gillespee—. Desde el Remolino, el Imperio no nos ha dedicado la menor atención. Le importó un bledo que



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