La anciana señora Fitzgerald by Anne Hocking

La anciana señora Fitzgerald by Anne Hocking

autor:Anne Hocking [Hocking, Anne]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Policial
editor: ePubLibre
publicado: 1938-12-31T16:00:00+00:00


CAPÍTULO VII

El lunes por la tarde se celebró la encuesta sobre la muerte de Esteban Winton. Los numerosos espectadores, que acudieron a ella con la esperanza de algo sensacional, sufrieron un desengaño, pues, tras unas pocas y someras formalidades, se aplazó a petición de la policía.

El clan Fitzgerald suspiró aliviado al salir del Ayuntamiento donde la encuesta había tenido lugar. Estaban convencidos de que todo estaba arreglado, sin pensar que había sido pospuesta, o quizá no lo recordaban porque así lo deseaban.

La verdad es que se negaban en bloque a reconocer que Esteban Winton había sido asesinado y, cuando no se emitió un veredicto, se dijeron con complacencia: «Ya veis. Empiezan a darse cuenta de que han cometido un error. Nadie con sentido común supondría que Esteban fue asesinado. El coroner lo ha visto claro».

No podían creer que algo tan vulgar como un crimen quebrantase la inviolabilidad de la familia. Esteban no era Fitzgerald por nacimiento, pero, al fin y al cabo, se había convertido en uno de ellos por matrimonio y había muerto como tal. Los Fitzgerald habían oído hablar de asesinatos, habían tenido atisbos de ellos en los periódicos, pero ellos, en cuanto familia, no eran asesinados. Eso era algo que no sucedía en su círculo social, de lo cual colegian que sufría un enorme error quien afirmase que Esteban había muerto a mano airada.

Se felicitaron de que el desagradable incidente estuviese prácticamente concluido y dieron por sentado que podrían olvidarse de todo después del entierro. Valentina había enviudado, pero era joven y atractiva y el tiempo es un médico omnipotente. Presumían que volvería a casarse después del período de luto de rigor, y no se lo afearían.

El entierro se celebró la mañana del martes. Jorge Fitzgerald, que había asumido el mando se puso en comunicación con los escasos y lejanos parientes de Esteban, enterándose de que el asunto no les interesaba apenas, y puso una parca esquela en «El Times» y en el «Telegraph» comunicando que la ceremonia sería privada y que no se admitirían flores.

La mañana era gris y tranquila, más bien húmeda y encapotada. La señora Fitzgerald, bien arropada, contemplaba desde la ventana abierta de su sala el cortejo fúnebre que progresaba lentamente calle abajo hasta perderse de vista, pensando sin emoción en el último cortége de tal género que había salido de su casa.

Hacía de ello veinte años. Había ocurrido veinte años demasiado tarde, pues no es fácil que una mujer inicie una nueva vida a los sesenta y cinco. Su existencia estaba un poco embotada después de cinco decenios de matrimonio con un hombre al que no amaba. Entonces ya se había extinguido o desviado su pasión por la aventura, por el cambio, por las novedades, y por el amor, la mayor fuerza de todas.

Se le escapó un suspiro imperceptible, mientras el entierro desaparecía de su vista. Había supuesto que el suyo sería el siguiente, que su cadáver sería el primero en yacer junto a la tumba de su marido. Y regocijaba su



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