La amante de Gardel by Mayra Santos-Febres

La amante de Gardel by Mayra Santos-Febres

autor:Mayra Santos-Febres [SANTOS-FEBRES, MAYRA]
La lengua: spa
Format: epub
editor: Planeta México
publicado: 2015-07-30T05:00:00+00:00


11

Milonga frente al mar

Los acompañantes de Gardel seguramente ya nos esperaban en el pueblo del oeste. Nos faltaban más de tres horas de trecho. El camino se hacía largo hacia Mayagüez.

Ya entraba la tarde. Atrás iban quedando pueblos adormilados bajo el sol del mediodía. Los rayos del sol rebotaban contra el bonete azul del carro. Nos acercábamos a Isabela. Me empezó a dar hambre; creo que a mí y a mis dos acompañantes de travesía. Yo estaba acostumbrada a largas horas sin comida. Sé que Gardel también. Pero el Zorzal se reponía de una crisis. Además lo que le esperaba era cantar en otro pueblo. Debía alimentarse.

Se lo recordé acariciándole muy suavemente el brazo.

—Ya van a ser las dos de la tarde —le dije—. ¿Comiste algo antes de salir? Si no, va siendo hora.

Gardel me sonrió y me acarició la mejilla.

—Che, Juan, ¿por dónde podemos parar por aquí? Debe haber un lugarcito donde echarnos algo al cuerpo y estirar las gambas.

El carro tramontó una loma. Un inmenso golpe de azul nos acortó el respiro. El Atlántico apareció entero frente a nosotros. «Impresionante», murmuró Gardel.

Abajo, se veían el túnel hacia Isabela y las vías del tren. A lo lejos se alzaban puestecitos frente a la playa de Quebradillas.

—Allí deben vender pescado frito —comentó el chofer—. Y quién sabe si caldo santo.

—Micaela, ¿yo debo comer eso? —me preguntó Gardel—. No soy muy conocedor de la comida de tu tierra.

—Los caldos son buenos para la garganta. Además, no puede hacerte daño alimentarte bien.

—Se va a relamer los dedos, don Carlos. Un buen caldo de pescado con coco revive muertos.

—Momento, don Juan. Todavía no soy fiambre —bromeó Gardel.

Fuimos bajando la cuesta hasta llegar a un caminito de arena que daba directo a la playa. El carro azul serpenteó la ruta levantando nubes de polvo, esquivando hondonadas en la carretera hasta llegar a la hilera de palmas que separaba la costa de las vías del tren. Estacionamos frente al puesto hecho de tablones y techado con pencas de palma. Tenía el burén encendido al lado de un caldero que echaba humo; unos cuantos pescados envueltos en hojas de plátano sudaban encima de la plancha de metal bajo la cual ardía el fuego. Dos o tres banquitos de palo rústico y una mesa medio coja completaban la estancia.

Nos bajamos del carro con apetito. Don Juan se nos adelantó para averiguar qué tenían listo y comenzar a pedir. Gardel me tomó del brazo. Caminó lentamente, tomándose su tiempo. Comenzó a canturrear una melodía suave, imprecisa, algo que se le escapaba de la boca mientras avanzaba.

—Tú vives dentro de una canción —recuerdo que le comenté.

—Es que así siento las cosas. Si quiero guardar una memoria, canturreo cualquier tonada hasta que se me queda el recuerdo. Subo a las tablas y traigo la imagen a la cabeza con la memoria del sentimiento. Lo vacío en la voz.

Pensé en la noche del Paramount, cuando lo escuché por primera vez cantar. La Micaela que una vez fui lo había oído cantar miles de veces, pero no fue hasta la noche del teatro que Gardel se convirtió en una voz.



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