Ingenua perversión by George Bernard

Ingenua perversión by George Bernard

autor:George Bernard [Bernard, George]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Erótico
editor: ePubLibre
publicado: 1990-01-01T00:00:00+00:00


13

—¿HAN sido buenas hoy? ¿Cómo se han portado? —inquirió mi tío aquella noche.

De nuevo estábamos ataviadas con ceñidos vestidos de la lana más fina, que dibujaban nuestras curvas con trazos perfectos. Asimismo llevábamos las botas negras y altas y las medias de costumbre. Por lo demás, debajo de aquel atuendo íbamos desnudas.

—Han jugado en el jardín. Resultaba encantador observarlas jugar —repuso mi tía.

Katherine iba vestida de negro, con un traje largo y de cuello alto y una gargantilla alrededor del esbelto cuello. Mi tía apareció enfundada en un sencillo traje de mañana. Amanda no estaba. Nos sentamos muy calladas y modosas.

—Podéis hablar —concedió Jenny.

Caroline y yo intercambiamos una mirada. No teníamos nada que decir. Todo quedaba expresado en las miradas. Sus pezones sobresalían orgullosos a través de la delgada lana del vestido, al igual que los míos. Katherine se levantó y empezó a tocar una melodía suave al piano. Esperábamos a que sirvieran la cena.

—No son muy habladoras —comentó Katherine dedicándonos una sonrisa.

—No —replicó mi tía al tiempo que hacía un gesto de asentimiento—. Están perdidas en sus sueños.

Dio una fuerte palmada. Al cabo de unos instantes se oyeron pasos y una muchacha entró en el salón cargada con una bandeja llena de vasos. Era Amanda. Sobre el cabello recogido llevaba una almidonada cofia rematada de encaje. La esbelta línea de los senos se trazaba con limpidez bajo la transparente tela de la blusa blanca, y la falda negra de doncella que completaba su atuendo había sido acortada hasta medio muslo. Cuando se movía, el dobladillo se alzaba ligeramente y dejaba al descubierto los aros de metal que hacían las veces de ligas.

Se dirigió primero a mi tío y se inclinó hacia él para ofrecerle un jerez. Al hacerlo se le subió la falda y dejó al descubierto el trasero pálido y nacarado. Nadie pronunció una sola palabra. Al llegar al lugar en el que estábamos Caroline y yo, su rostro se tiñó de rubor. Le dediqué una leve sonrisa mientras a mis ojos afloraba una expresión maternal.

Se alejó al tiempo que procuraba mantener las nalgas apretadas en un intento de ocultarlas. Las miradas de todos los presentes estaban clavadas en los perfectos globos de sus nalgas sonrosadas.

—Aquí aprenderá mucho mejor que en su casa —comentó tía Maude.

La tensión que reinaba en la estancia se podía cortar. Mi tío consultó su reloj. Del exterior llegó el sonido de las ruedas de un carruaje sobre la gravilla del sendero. El ama de llaves se apresuró a abrir la puerta de entrada. Era Arabella. Se despojó de la capa y entró en el salón. Iba ataviada con un espléndido vestido de seda roja, rematado en el cuello con delicados ribetes de blonda blanca. Los diamantes que lucía nos enviaban mensajes de luz. Sin despegar los labios se puso a caminar por entre nuestras sillas, como si no supiera cuál era el mejor lugar para acomodarse.

—Hace un tiempo magnífico —dijo mi tía dirigiéndole una sonrisa y levantando la copa para brindar—. ¿Has pasado bien los últimos días?

—Ha habido una cacería —repuso Arabella.



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