Iacobus by Matilde Asensi

Iacobus by Matilde Asensi

autor:Matilde Asensi [Asensi, Matilde]
La lengua: spa
Format: epub, mobi
Tags: Novela, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 1999-12-31T16:00:00+00:00


CAPÍTULO V

A mediodía, con el sol luciendo en lo alto, entramos en la magnífica y soberbia ciudad de Burgos, capital del reino de Castilla. Ya desde la distancia, por el ajetreo de carros, gentes y animales, y por la cantidad de peregrinos que iban y venían a nuestro alrededor, reparamos que nos estábamos acercando a la más grandiosa de las poblaciones principales del Camino. A empujones tuvimos que abrirnos paso para cruzar el puentecillo que, junto a la iglesia de San Juan Evangelista, salvaba el foso y daba paso a la puerta de la muralla. Aunque el control era escaso por ser hora de comercio, los guardias nos pidieron los salvoconductos y sólo después de examinarlos atentamente nos dejaron paso libre. La larga vía empedrada que cruza la ciudad de lado a lado, y que forma parte del propio Camino del Apóstol, estaba flanqueada por ruidosos mesones y bulliciosas posadas, por innumerables tiendas en las que se vendían toda clase de mercancías y por pequeños obrajes de artesanos cristianos, judíos y moriscos. El olor a orines y excrementos era fuerte y penetrante, y flotaba sobre la ciudad como una emanación densa cargada de insalubres pestilencias. A buen seguro, los físicos de la ciudad no darían abasto para curar dolencias de pecho e intestinos.

En lugar de buscar acomodo, como la mayoría de peregrinos, en alguna de las muchas alberguerías que se aglomeraban en torno a San Juan Evangelista, Jonás y yo pensábamos pedir asilo en el suntuoso Hospital del Rey, un opulento albergue regido por las dueñas bernardas del cercano Real Monasterio de Las Huelgas. Sara, que apenas había abierto la boca desde San Juan de Ortega, se despediría de nosotros en la grande y próspera judería de Burgos, donde pensaba alojarse en casa de un pariente lejano, un tal don Samuel, rabino de la aljama, que había sido almojarife mayor del fallecido rey don Fernando IV.

Pasamos por delante de las muchas y ricas iglesias que jalonaban la calzada, pero sólo ante la perfección y la monumentalidad de la catedral, sin parangón con ninguna otra edificación sagrada del Camino, enmudecimos y quedamos maravillados como si hubiésemos sido agasajados con una visión celeste y gloriosa. Los siglos, quizá, conocerán Burgos por sus héroes, como el caballero Ruy Díaz de Vivar, de quien ya hablan las crónicas y los juglares, pero no dudo de que la conocerán mucho más por su catedral, ejemplo de la belleza en piedra que puede crear el hombre con la inteligencia de su mente y la habilidad de sus manos.

Por desgracia, sólo unos pocos pasos más adelante tropezamos ya con la aljama. Allí, en la puerta, nos despedíamos de Sara quizá para siempre, y era un momento que, sepultado por los recientes acontecimientos en Ortega y por los que se avecinaban con los Mendoza, había carecido de importancia hasta prácticamente ese mismo instante, como si nunca hubiese de llegar, como si no fuera posible.

—No quiero que nos digamos adiós con tristeza —musitó Sara echándose su escarcela a la espalda con resolución—.



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