Historia de un engreído by Mordecai Richler

Historia de un engreído by Mordecai Richler

autor:Mordecai Richler [Richler, Mordecai]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Humor
editor: ePubLibre
publicado: 1968-01-01T00:00:00+00:00


19.

Dino Tomasso, algo apagado y con un parche en el ojo izquierdo, salió de la London Clinic y regresó al trabajo a tiempo para regodearse con el éxito del primer título de la serie Nuestra historia viva, cuya segunda edición ya había salido al mercado.

«Más suerte que inteligencia», pensó Mortimer a regañadientes, pero lo dejó pasar. Tenía un asunto más urgente al que enfrentarse. Porque, a partir de su siguiente conferencia «Lectura por placer», Jacob Shalinsky se las arregló para hacer de la vida de Mortimer un martirio.

—Ah, señor Griffin, puede que le haya malinterpretado, por supuesto, pero me parece que sitúa a T. S. Eliot entre los grandes escritores de nuestra época. ¿Cree que es posible, señor Griffin, que el antisemitismo y la grandeza literaria vayan de la mano? Contésteme a eso.

Shalinsky había traído a M. I. Sinclair con él.

—Griffin, es un hecho histórico que cuando Sholem Aleichem llegó a Nueva York, Mark Twain fue uno de los primeros en saludarlo. «Quiero conocerle», le dijo, «porque tengo entendido que soy el Sholem Aleichem americano».

—Su pregunta, por favor, doctor Sinclair.

—¿Por qué, entonces, se nos ha pedido que leamos Huckleberry Finn, pero no Las aventuras de Mottel?

M. I. Sinclair había traído a Daniels, y este llegó con Katansky. Por su parte, Katansky se trajo a su cuñado Shapiro con él. Shapiro abrió su Daily Mail, lamió la mina de un lápiz y se pasó el rato haciendo el crucigrama.

Otro recién llegado, un hombre llamado Michaelson, se sentó en un rincón. Pálido en extremo, era un hombre demacrado de unos cincuenta años, con grandes ojos fijos y una boca fina, y lleno de tics. A su lado estaban sentados otros dos miembros del grupo de Shalinsky que parecían padre e hijo, muy acostumbrados a susurrarse con complicidad. El más joven de los dos, todavía en la veintena, llevaba una cazadora mugrienta, necesitaba un corte de pelo urgente y no paraba de echar la cabeza hacia atrás para apartarse el pelo de los ojos. El hombre mayor vestía un traje gris brillante. Siempre que Mortimer hacía una pausa en su conferencia para hojear sus notas, sonreía con desdén, y le daba un codazo al joven. Y el joven, respondiendo al codazo, se echaba a reír, pero entre dientes, emitiendo un ruidito que sonaba como tssst, tssst, tssst.

Mortimer, torpe, malhumorado, avanzó saltándose páginas enteras de notas preparadas con esmero. Aun así, resultó más que evidente que todavía no había acabado su conferencia cuando de repente se abrió la veda al temido período de preguntas y respuestas.

—Y ahora, Griffin —exigió M. I. Sinclair levantándose de su asiento—, ¿qué tal un pequeño toma y daca?

—Bueno, yo…

—¡Hable en hebreo!, —gritó el hombre pálido y demacrado, con la cabeza gacha y el rostro oculto tras unas manos temblorosas—. Diga lo que tenga que decir en nuestro idioma.

A continuación, Katansky exigió ser escuchado. Se quitó las gafas con lentitud estudiada, se las metió en el bolsillo del pecho y se secó los ojos.

—En primer lugar, Griffin —dijo—, déjeme decirle que su conferencia de esta noche ha sido excepcional, y soy un hombre difícil de complacer.



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