Godos by Pedro Santamaría

Godos by Pedro Santamaría

autor:Pedro Santamaría [Santamaría, Pedro]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 2017-04-30T16:00:00+00:00


* * *

Hacía horas que Arnulf se había ido con el que debía de ser su jefe, Cuonrad, y todavía no había vuelto. Era mejor así. Brunilda ya se había acostado en la carreta y la llamaba desde el interior para que se tumbara con ella. La constantinopolitana subió al vehículo y se acurrucó junto a la niña, que le dijo algo, una especie de súplica acompañada de una tierna sonrisa. Alexandra sabía lo que quería y también le dedicó una sonrisa y un asentimiento. Empezó a acariciarle el pelo y a cantarle una nana. Hasta la carreta llegaban los cánticos y ruidos del campamento, pero la pequeña estaba agotada de trabajar y de jugar con el resto de los niños y su respiración no tardó en volverse profunda y acompasada. Aun así, Alexandra no dejó de cantar ni de acariciarla. Era una niña preciosa.

Había cierta belleza en aquel modo de vida nómada; no ser de ningún sitio te permitía ser de todos a la vez. Era muy diferente a la vida en Constantinopla, donde las murallas marcaban un límite. Allí no había límites y todos parecían ser una gran familia…

Alexandra oyó un ruido, volvió el rostro hacia la parte trasera de la carreta y vio que una mano apartaba las lonas de cuero. Era Arnulf. El corazón de la muchacha dejó de latir un instante. El joven guerrero entró tambaleante en la carreta y se acercó a ella, se arrodilló a su lado y, mientras la apuñalaba con la mirada, cogió la mano de la constantinopolitana y se la llevó a la entrepierna. Alexandra no pudo reaccionar. El godo estaba enhiesto como asta de toro.

—Shhhh —logró decir la muchacha mientras señalaba con la otra mano a Brunilda.

Arnulf miró a su hermana, luego a Alexandra. Lejos de calmarse, el joven godo se puso en pie y se retiró la túnica dejando al descubierto un cuerpo perfectamente esculpido por una vida de trabajos y penurias. Luego se quitó el taparrabos. El godo señaló a una esquina de la carreta, junto a los sacos de trigo.

—No —dijo Alexandra aterrada, en un susurro—. No, por favor —dijo negando nerviosa con la cabeza.

El godo no aceptó la negativa; se inclinó hacia delante, aferró a Alexandra del brazo y tiró con fuerza. La muchacha intentó resistirse, pero el joven era demasiado fuerte para ella. Había odio en sus ojos azules y fríos. Un odio que Alexandra no había visto nunca. Arnulf la atrajo hacia sí y volvió a señalar al suelo.

—No —dijo Alexandra horrorizada.

El godo la empujó y la joven cayó de bruces al suelo. Arnulf se abalanzó sobre ella violentamente y mientras Alexandra gritaba y pataleaba, el godo, sin inmutarse, le separaba las piernas. Forcejearon. La muchacha no podía respirar, se revolvía de un lado otro, chillaba, pataleaba. Y entonces sintió un intenso dolor en las entrañas y el vaivén constante y desesperado del godo, los jadeos, el sudor, el olor a vino, el aliento en la oreja. Dejó de resistirse y empezó a llorar.



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