Gente De La Ciudad by Jorge Edwards

Gente De La Ciudad by Jorge Edwards

autor:Jorge Edwards
La lengua: es
Format: mobi, epub
publicado: 2011-01-19T23:00:00+00:00


EL FIN DEL VERANO

DESPUES de peinarse y de ponerse una camisa limpia, se ha sentado para leer la carta de una hermana. La carta habla del campo, de una excursión a un río, de un niño mordido por una araña venenosa y que lograron salvar en el policlínico del pueblo. Al final, su hermana dice que lo echa de menos y se despide con "un beso cariñoso". Francisco guarda la carta en el bolsillo de la camisa, porque su texto lo consuela y le hace bien.

Nota, de pronto, que los demás han partido. Salvo unos pasos aislados, a dos o tres dormitorios de distancia, la casa ha quedado en silencio. Se asoma al jardín y ve que la casa del lado también está silenciosa. Un farol ilumina la puerta, haciendo presentir el regreso en la mitad de la noche.

Una palpitación traicionera, semejante al miedo, posterga la partida suya. Se instala en un parapeto de piedra, situado en el límite del jardín. Desde ahí divisa el mar. Algunas nubes tapan la luna, y el mar, en la oscuridad, se muestra hostil y arremolinado.

Recuerda su partida de Santiago. El despertador que lo sacó del sueño a una pieza en penumbra. La luz lívida de la ventana. En la estación, los primeros rayos del sol alcanzaban los hierros del techo. Prisa, y la palpitación bien conocida. A mediodía, viajaba adormecido en un tren de trocha angosta, a través de lomajes áridos. Uno que otro grupo de eucaliptos. Caballos y ovejas. Repentinamente, un movimiento y un rumor dentro del coche. Había dejado en el asiento el libro de Garcia Lorca y se había inclinado sobre la ventanilla del frente. El mar, como entre dos colinas, resplandecía gloriosamente,

El mismo día de su llegada, conoció a Margarita, en una de las gradas adyacentes a la terraza del hotel. Estaba sentada junto al muro, con el mentón hundido entre las manos. Lo había mirado de soslayo, de alto a bajo, en una forma que lo petrificó, y había vuelto a sumirse en su contemplación abúlica…

La topó varias veces, en los primeros días, pero Francisco no logra precisar esos instantes. No sabe cómo la veía entonces. La evocación se hace nítida a partir de la semana siguiente, a partir de una mañana en que se encontraron mientras bajaban a la playa. Empezaron a conversar y en vez de seguir a la playa, torcieron rumba hacia las rocas.

Una mañana de sol, con gaviotas y mar tranquilo. Durante largo rato, vieron un barco que se diluía en la línea del horizonte. Francisco hablaba de Rainer Maria Rilke y ella escuchaba atentamente. Desarrolló su tema con fruición y parsimonia. Al terminar, no le importó permanecer callado, escuchando el oleaje monótono.

Desde esa vez, estuvo obsesionado por Margarita. Emocionado y adolorido, porque el rostro de ella no se le apartaba de la imaginación. Pero el momento perfecto no se repitió. Margarita se escurría siempre. Clotilde, una muchacha de baja estatura, movediza, de cuerpo musculoso, hacia las veces de guardián, de compañera infatigable…

Se levanta una brisa helada.



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