Everest by Alfredo Merino Sánchez

Everest by Alfredo Merino Sánchez

autor:Alfredo Merino Sánchez [Merino Sánchez, Alfredo]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Crónica, Deportes y juegos
editor: ePubLibre
publicado: 2003-02-19T05:00:00+00:00


Capítulo catorce

OCHENTA AÑOS Y UNA REVOLUCIÓN MÁS TARDE

Este país terrible, que sus habitantes consideran que es el más bello del mundo, ejerce una fascinación inolvidable. La vida en el Tíbet se muestra en su expresión más dura, pero el viajero siempre consigue llegar a la grandeza salvaje de la montaña y dejar atrás las llanuras rocosas.

EDWARD ARNOLD

A través del Tíbet hacia el Everest

Rumbo a Rongbuk por el norte del Himalaya, las gastadas montañas se suceden sin descanso por mucho que intentes alcanzar sus horizontes. Son cansinas laderas de interminable color pardo, salpicados por capas grises, rojizas y blanquecinas. Acaso a lo lejos de una collada o en el sofocante paso de un puerto surge la línea nevada de una cumbre sin nombre para el viajero. El camino discurre por abiertas e interminables depresiones minerales reñidas con todo lo que signifique vida. Al borde de cualquier arenal o en lo alto de algún arruinado altozano, los restos de viejas fortalezas, hoy simples pitones terrosos, son incapaces de señalar si algún tiempo pasado fue aquí mejor. Mucho más arriba, en el cielo más liviano y transparente, el viento maneja, brutal, los amasijos de nubes hasta que, de vez en cuando, se arroja imparable por el fondo de los amplios barrancos. Entonces, te envuelven los hirientes remolinos que deja escapar de entre sus dedos. Tierra, viento, luz y soledad. Naturaleza libre e indómita. Nada más entrar en la alta planicie tibetana, sus eternos habitantes reciben a los viajeros.

Desde los caminos que cruzan este vacío, en el que hasta el aire se ausenta, se ven agachadas aldeas. Se sitúan en las apartadas esquinas de los valles, en un vano intento por pasar desapercibidas a los elementos. Se intuyen por el apagado blanco de sus recios muros. Son ínfimos asentamientos en los que sólo se detecta el ladrido de algún perro sarnoso. Allí viven los tibetanos. En derredor, unas leves cuadrículas señalan el efímero triunfo de la agricultura. En ellas crecen centeno, cebada y patatas sin esperanza. A primeros de abril, cuando los alpinistas se dirigen hacia el Everest, ni una pincelada verde mancha la parda monotonía. El tibio sol aún tendrá que calentar por semanas la tierra metalizada de frío hasta que llegue una fugaz primavera. Imposible saber de qué sobreviven estas gentes, de dónde salieron los hatos de leña que se amontonan sobre sus techumbres, si alguna vez hubo aquí esperanza.

Poco han cambiado estos territorios desde que hace un siglo fueron cruzados por los primeros occidentales. A no ser por mínimos detalles, son los mismos escenarios, los mismos hombres que a duras penas enganchan sus vidas a ellos. Difícil calibrar cuál ha sido el poso que en tan apartados rincones han dejado cinco décadas de Revolución Cultural. Tal vez esta pista agotadora, cuyo tránsito exige varias jornadas de sol a sol, sea el más palpable de todos. Los mojones señalan que hasta Pekín quedan más de cinco mil kilómetros. Es por ella por donde el mundo penetra en Tíbet. Aunque sea a través



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