Ese día cayó en domingo by Sergio Ramírez

Ese día cayó en domingo by Sergio Ramírez

autor:Sergio Ramírez
La lengua: spa
Format: epub
editor: Penguin Random House Grupo Editorial España
publicado: 2022-07-20T09:11:11+00:00


2019

El jardinero de palacio

Por último, el muñeco se recogió a sus habitaciones. En cuanto al presidente, durmió en una caja de cartón.

VIRGILIO PIÑERA, «El muñeco»

El jardinero de palacio era un hombre de sesenta años, de pocos amigos y de pocas palabras. Además de aporcar, podar y abonar las plantas, se encargaba de alimentar a los patos canadienses del estanque. Había enviudado años atrás, un matrimonio sin hijos, y por toda parentela le quedaba una hermana que vivía al otro lado de la ciudad, a la que visitaba algunos sábados.

En sus ratos libres se quedaba fumando en la covacha que el intendente general le había asignado, y cuando se acercaban las cinco de la tarde dejaba atrás las rejas que rodeaban los jardines del palacio y se dirigía al cine Aladino, en la avenida de la Insurrección Victoriosa, un cine suntuoso ya viejo, con una Venus de Milo de yeso en el foyer iluminada desde abajo con focos azules, y donde la principal atracción seguía siendo un organista vestido de smoking tropical que tocaba entre funciones música de carrousel, y cuando terminaba desaparecía en la pared lateral del escenario montado sobre una plataforma corrediza. Veía dos tandas seguidas, y era una sensación extraña pero agradable, y algo melancólica, entrar al cine a la luz del día y salir a la calle ya en plena noche, la ropa impregnada del leve olor del popcorn que flotaba en el aire acondicionado.

Alguna vez había visto al presidente pasearse por los jardines, las manos a la espalda, seguido a prudente distancia por un edecán, quien le cargaba una silla de lona plegable, como las de los directores de cine, para cuando quisiera sentarse bajo la arboleda de las acacias, a un tiro de piedra del estanque, a despachar las carpetas de oficios y decretos que el secretario privado, unos pasos más atrás, llevaba bajo el brazo.

El presidente era un hombre alto, fornido, de tez algo rubicunda, y de andar siempre altivo, como si pasara revista a una invisible guardia de honor. Y si de pronto movía la cabeza, el marco dorado de sus lentes cogía una chispa de sol.

El jardinero también era alto, fornido, de tez algo rubicunda, aunque la costumbre de agacharse sobre las plantas le había quitado hacía tiempo el andar altivo; y a diferencia de las manos del presidente, a diario bajo el cuido esmerado de una manicurista, las suyas eran toscas. Manos de jardinero. Y como aún tenía una vista de lince, no usaba anteojos.

A veces llegaba hasta la covacha una criada de cofia a buscarlo porque la primera dama solicitaba su presencia en el palacio. Se quitaba entonces el delantal de cuero y las botas de hule, se lavaba las manos y la cara en el mismo grifo del que llenaba los baldes, se repasaba el pelo con los dedos y se dirigía a la puerta de servicio disimulada en la culata del edificio.

Entraba en un túnel por cuyo techo abovedado corrían desnudas las tuberías y los cables, y subía por una escalera de caracol hasta el Salón Azul, adonde entraba por una puerta disimulada.



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