En honor a la verdad by Patrick Sheane Duncan

En honor a la verdad by Patrick Sheane Duncan

autor:Patrick Sheane Duncan [Duncan, Patrick Sheane]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Bélico, Intriga
editor: ePubLibre
publicado: 1996-01-01T00:00:00+00:00


* * *

El sol asomó lentamente detrás de las montañas. La luz iba en aumento y las cuatro personas del Huey accidentado seguían al acecho, las armas a punto. Estaban exhaustos, somnolientos, abatidos.

Altameyer fue el primero en verlos.

—Oh, mierda —susurró. Ilario se arrastró hasta Altameyer y miró por encima de su hombro.

—Mierda.

Las siluetas de los soldados enemigos, recortadas al trasluz, descendían de la cresta, donde el tanque aún ardía.

—¿Cuántos son? —balbuceó Walden con dificultad, sin moverse.

—Cien como mínimo. Y vienen más —respondió Altameyer.

La luz del día ganaba intensidad e iluminaba a los soldados iraquíes que parecían salir de detrás de todas las rocas lo suficientemente grandes para cubrirlos. En la cima aparecieron muchos más.

A pocos metros de distancia Altameyer vio los cuerpos de varios soldados enemigos abandonados durante la batalla de la noche anterior. La sangre ennegrecida empezaba a atraer a las moscas.

Walden intentó arrastrarse para observar, pero casi se desmayó a causa del dolor que le causó el movimiento. Ilario la ayudó a apoyarse.

Altameyer movía el dedo en el gatillo.

—Espera a que estén más cerca —susurró Walden con los dientes apretados—. No malgastes una sola bala.

Altameyer colocó el M-60 en posición de tiro. Ojalá hubiera prestado más atención al alcance que podía tener la ametralladora. Ojalá hubiese llevado otra caja de municiones. Ojalá estuviera jugando al póquer. Ojalá mil cosas, pensó.

—Vamos a necesitar todas las balas. Mirad —dijo Monfriez señalando la otra orilla del río.

Altameyer y los demás miraron hacia donde Monfriez les había indicado.

Un pelotón iraquí con una ametralladora pesada corría por la isla rocosa que había en medio del río. Se apostaron detrás de un gran montón de rocas y empezaron a montarla. Iba a ser un ataque desproporcionado.

—Nos han jodido —exclamó Ilario, expresando el sentir de todos.

Comprobaron sus armas. Monfriez miró el M-16 y dijo:

—Está vacío. Lo he vaciado esta noche tirando al azar.

Altameyer desenfundó la Beretta y se la lanzó a Monfriez.

—¿Dónde está la pistola de Rady? —preguntó Walden.

Ilario retiró el impermeable con que había cubierto al piloto durante la noche y cogió la Beretta y el cargador de recambio de la funda. Se los entregó a Altameyer, pero éste negó con la cabeza.

—Guárdala. El primero que se quede sin munición, que la utilice.

—Me alegro de que estés con nosotros, Altameyer —dijo Walden—. Lamento las circunstancias.

Esas palabras sorprendieron a Altameyer. De repente lo embargó la emoción. La reprimió.

—Qué demonios. ¿Quién quiere vivir para siempre? —dijo con voz ronca.

—Yo —replicó Ilario, intentando sonar chistoso.

—¡Silencio! —ordenó Walden con tono severo.

—¿Para qué demonios? Ya saben que estamos aquí. Sabemos…

—¡Silencio! —repitió Walden—. Oigo algo. Helicópteros.

Todos callaron. Permanecieron inmóviles, escuchando.

—No oigo una mierda —murmuró Ilario, nervioso—. Tantos disparos me han dejado sordo. Me zumban los oídos.

—Cierra el jodido pico —susurró Monfriez.

Estiraron el cuello, esforzándose por escuchar.

Y ahí estaba, el tartamudeo característico de las palas de los rotores. ¡Helicópteros!

Los soldados enemigos también lo oyeron. Se detuvieron y miraron hacia el cielo.

Los cuatro ocupantes del Huey elevaron desesperadamente la vista al cielo, buscando a sus salvadores.

Entonces el enemigo atacó. Los iraquíes habían decidido eliminar a los sobrevivientes de ambos helicópteros antes de que pudieran ser rescatados.



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