En el tiempo de las hogueras by Jeanne Kalogridis

En el tiempo de las hogueras by Jeanne Kalogridis

autor:Jeanne Kalogridis [Kalogridis, Jeanne]
La lengua: spa
Format: epub, mobi
Tags: Novela, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 2001-01-01T05:00:00+00:00


Cuarta parte

Sybille

* * *

CARCASONA, Octubre de 1348

11

Dormí donde caí exhausta, expuesta a la lluvia y los animales, y desperté mojada y temblorosa en un húmedo amanecer. Con las faldas pegadas a mis piernas eché a andar de nuevo. Mi meta estaba cercana. De hecho presentía que la encontraría aquel mismo día.

Avancé a través de bosques y prados, campos desiertos y el fantasma vacío de un pueblo. Frente a una pequeña fonda encontré colgado de un árbol el hábito blanco de una monja, que la brisa balanceaba. No cabía duda de que lo habían abandonado allí meses antes quienes habían cuidado a su propietaria, ahora perecida junto con todos los demás, porque estaba acartonado, como si hubiera recibido mucho sol, viento y lluvia.

Pero también había escapado de la tormenta que yo había encontrado por la noche. Me quité mi ropa mojada y la sustituí por el hábito, con velo y todo, contenta no solo de estar seca otra vez, sino también disfrazada.

Mi renovada confianza me condujo a caminar por el terreno más regular y despejado. Por fin, salí a un camino que conducía a pueblos habitados y a una ciudad, Carcasona, a juzgar por sus famosas almenas de madera.

Pese a mi pena y cansancio, sonreí al verla. Carcasona, un lugar seguro, pensé. En ella podría encontrar comida y cobijo. Mi mirada se concentró en la ciudad, aceleré el paso y avancé, y casi me topé con una enorme figura oscura que se interponía en mi camino. Era un fornido monje con hábito negro y capucha ribeteada de blanco: un dominico.

Un inquisidor. Había algo raro en su apariencia, algo que no pude identificar de inmediato. Pese a saber que la Diosa estaba conmigo, no pude reprimir un estremecimiento de miedo. ¿El Enemigo le había enviado para localizarme?

—Buenas tardes, hermana —dijo con una sonrisa—. ¿Por qué viajáis sola por esta parte del bosque?

Pensé: Si huyo despertaré sus suspicacias. No es más que un monje. No ha venido de Tolosa y no me conoce.

—Buen hermano —repliqué—, yo podría preguntaros lo mismo.

—Ah —dijo, y sus mejillas gordezuelas se alzaron un poco, hasta casi ocultar sus ojos—, pero es que yo no estoy solo.

Enseguida obtuve la confirmación de sus palabras. Unas fuertes manos aferraron mis muñecas y me echaron hacia atrás, hasta tropezar con el cuerpo de otro hombre, al menos igual de fuerte y alto.

Pataleé y pedí socorro. Por un instante conseguí volverme a medias hacia mi captor, que también llevaba el hábito dominico.

Así pues, me habían capturado, decidí. El Mal les había enviado y yo estaba perdida, pero no me rendiría. Hundí los dientes en un antebrazo musculoso, hasta que el hombre situado detrás de mí gruñó y soltó mi mano.

El primer dominico me retuvo.

—No lleva bolsa —informó el otro, y su compañero rezongó.

Al punto, oímos el retumbar de cascos y el chirrido de ruedas, y la voz de una mujer que gritaba:

—¡Atrás! ¡Atrás, bergantes! ¡Perros! Pero no canis Dominis, ni por asomo. He encontrado a los pobres monjes a quienes robasteis los hábitos y no vacilarán en acusaros.



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