En busca de Tutankamón by Christian Jacq

En busca de Tutankamón by Christian Jacq

autor:Christian Jacq [Jacq, Christian]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 1990-12-31T16:00:00+00:00


51

Lady Almina, de acuerdo con los deseos de su esposo, había organizado una cena de trece invitados. El comedor estaba iluminado sólo por velas. No conocía a ninguno de sus huéspedes cuya apariencia le pareció más bien extraña; mujeres de edad que llevaban recargados vestidos y hombres barbudos. Uno de ellos lucía un turbante. Cuando se hubieron instalado, de acuerdo con la distribución que había hecho el conde, lady Almina se atrevió a interrogarle en voz baja.

—¿Quiénes son esas personas?

—Los mejores médiums de Londres.

—¿Iluminados en Highclere? Pero ¿porqué…?

Carnarvon posó el índice en los labios de su esposa.

—Recojámonos, querida; el asunto es serio.

Durante la cena, la flor y nata de la videncia británica se comportó de un modo honorable; el conde advirtió incluso cierta propensión a la gula en la mayoría de sus miembros. Acostumbrado a examinar a los seres con la mirada, fijándose en sus actitudes o en sus gestos, descubrió pronto a dos charlatanes, varios desequilibrados y un loco. Una mujercita morena, que llevaba su impudor hasta parecerse a una reina Victoria de cierta edad, le intrigó; comía poco, hablaba menos todavía y contemplaba sin cesar la llama de una vela, como si quisiera hipnotizarse.

Levantada la mesa, lord Carnarvon mostró un plano del Valle de los Reyes y una hoja en la que Carter había inscrito en jeroglífico los nombres de Tutankamón.

—Concéntrense, amigos míos, y apelen a los espíritus. ¿El rey cuyos nombres están aquí escritos fue enterrado en este lugar? Y si lo fue, ¿pueden precisar dónde?

Un pesado silencio se apoderó de la concurrencia. Unos cerraron los ojos, otros adoptaron una actitud de plegaría y otros, por fin, se recogieron ante una bola de cristal o unas cartas de tarot. La sosias de la reina Victoria si* guio mirando la llama.

—Ese monarca fue un atlante —dijo el hombre del turbante—; su cuerpo está enterrado bajo las aguas.

Como Carnarvon le había clasificado en la categoría de los charlatanes, su visión no le molestó en absoluto; siguieron otras revelaciones del mismo estilo, sin relación alguna con el Valle o el reinado de Tutankamón.

De pronto, la mujercita morena tomó la palabra; tenía una voz grave, que salía del vientre.

—Un faraón… Un faraón que murió joven… Todo brilla, todo refulge a su alrededor… Su alma se oculta, se nos escapa… Una puerta sellada… Nadie debe abrirla, nadie debe entrar. ¡Allí está el secreto, el gran secreto!

La vidente se desvaneció y cayó al suelo. Simultáneamente, el mayordomo entró en el comedor.

—Señor conde, acaban de cometer un robo en la biblioteca.

Carnarvon abandonó a los médiums y corrió hacia el lugar de los hechos. Un rápido examen le reveló que el malhechor la había emprendido con su colección de objetos egipcios; desdeñando los más preciosos, sólo había cogido una hoja de oro de Tutankamón; lady Almina, asustada, se abrazó a su marido.

—Un robo en casa, ¡es horrible! Pero ¿quién…?

—O el espíritu del faraón o un especialista.

Según recientes informaciones, cierta indiscreción había permitido al British Museum conocer el pacto secreto que el conde y los americanos



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