El tesoro de los Incas by Emilio Salgari

El tesoro de los Incas by Emilio Salgari

autor:Emilio Salgari [Salgari, Emilio]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Aventuras
editor: ePubLibre
publicado: 1888-01-01T05:00:00+00:00


CAPÍTULO XV

Los primeros habitadores de América

EL ingeniero y sus amigos, que perecían de sed y sentían arder sus cuerpos y vestidos, de buena gana, apenas desapareció la última llama, se habrían quitado los aparatos Rouquayrol, y precipitado a los barriles de agua; pero las nubes de humo que ondeaban en el interior del inmenso cono y el calor violentísimo que lanzaban de sí las rocas, no enfriadas aún, les persuadieron a esperar algunos minutos, para no correr peligro de morir asfixiados.

Agrupadlos sobre la cima del islote y envueltos en profundas tinieblas, tenían los ojos vueltos hacia el cráter, esperando ansiosamente que apareciese el cielo estrellado. Por fin, aquella masa de hediondo humo se disipó, apareció un pequeño punto luminoso apenas perceptible, después otro, más tarde un tercero, y al cabo, un trozo de cielo magníficamente estrellado. El viejo volcán estaba libre, y del cráter bajaba un aire respirable.

Sir John, primero, y Morgan, Burthon y O’Connor, después, se desembarazaron de los aparatos, pero apenas abrieron los labios para respirar, creyeron morir asfixiados.

El cono estaba caliente como un horno acabado de apagar, y el aire tan encendido, que secó totalmente las bocas y gargantas de los desgraciados.

—¡Me ahogo! —exclamó Burthon, con voz sofocada.

—¡Agua! ¡Agua! —gritó O’Connor.

Morgan bajó corriendo la roca, se lanzó al barril abierto poco antes, y todavía con algunos litros de agua, y lo llevó a sus compañeros.

Uno después de otro hundieron la cabeza y las manos en aquel agua, y se bañaron el cuerpo.

—¡Por fin, respiro! —exclamó O’Connor—. ¡Maldito lago! ¡No creí que escapaba de ésta!

—¡Si llego a saber quién provocó el incendio, le ahorco! —dijo Burthon.

—Lo provocó el taco de tu fusil —dijo Sir John.

—¡Diablo! Pues por un asado de ave, por poco no aso a mis compañeros.

—Vamos a ver el bote —dijo Morgan.

El ingeniero y sus amigos bajaron de la cima y se dirigieron hacia la orilla.

El Huascar, aunque las llamas le habían varias veces lamido, no había sufrido daño alguno; pero la provisión de agua estaba muy disminuida, y el carbón se había inflamado.

Morgan se apresuró a apagarlo.

—¿Y la comida? —preguntó O’Connor.

—Se ha quemado —respondió Burthon—; ¡qué lástima! ¡Tanto como yo había trabajado!

—O’Connor nos preparará otra —dijo Sir John—. Entretanto, recorreremos nosotros el lago.

—Aceptado —dijo Burthon.

Los dos cazadores y el ingeniero se embarcaron y pusieron mano a los remos, mientras O’Connor empezaba al punto la faena de preparar otra comida.

La corriente era muy débil y se dirigía hacia el Sur, donde se abría una gran galería sostenida por corpulentas columnas.

El ingeniero, puesto al timón, dirigió el Huascar hacia el Sud-Sudoeste, con la esperanza de hallar en aquella dirección alguna playa que permitiese el desembarco.

Un silencio absoluto reinaba en el interior del cono, desde que se hubo apagado el incendio. Apenas se oía el murmullo del agua cortada por la aguda proa del Huascar y el caer y levantarse de los remos. Ni el grito de un ave, ni la caída de una roca, ni el zumbido de un insecto.

Sir John echó una ojeada alrededor. Sobre el



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