El Sueño De Galileo by Kim Stanley Robinson

El Sueño De Galileo by Kim Stanley Robinson

autor:Kim Stanley Robinson [Robinson, Kim Stanley]
La lengua: spa
Format: epub, mobi
publicado: 0101-01-01T00:00:00+00:00


13

Siempre listo

Ni siquiera estamos aquí, sino en un aquí real, en otro lugar… muy lejos de éste. Y no hay sitio adonde ir salvo ése: allí.

Aquí es allí. Este no es un mundo real.

William Bronk

Tirado en el jardín, tembloroso, Galileo miró a su alrededor. Allí estaba,

mirando en derredor. En Bellosguardo, el amanecer no estaba lejos. A la luz del

alba, los limones en sus ramas brillaban como pequeños Ios.

Cartophilus estaba sentado en el suelo a su lado, envuelto en una manta.

Había cubierto con otra la forma tendida de Galileo. Éste lo miró y soltó un

gemido; Cartophilus asintió y le ofreció una copa de vino rebajado con agua.

Galileo se incorporó, la apuró e hizo un gesto para pedir más. Cartophilus

rellenó la copa con una jarra.

Galileo bebió más. Parpadeó y miró a su alrededor mientras sorbía por la

nariz y luego estrujaba un terrón de arcilla en la mano. Observó el limonero con

curiosidad, inclinado sobre el gran tiesto de terracota que lo albergaba.

—¿Cuánto tiempo he estado fuera?

—Toda la noche.

—¿Sólo?

—¿Os ha parecido más?

—Sí.

Cartophilus se encogió de hombros.

—Ha durado más de lo habitual.

Galileo lo miró fijamente.

Cartophilus suspiró.

—No os ha administrado el amnésico.

—No. Estaban demasiado ocupados peleándose. ¡He dejado a Hera en Ío,

hundiéndose en la lava! ¿La conoces?

—La conozco.

—Bien. Quiero regresar y ayudarla. ¿Puedes enviarme allí ahora?

—Ahora no, maestro. Tenéis que comer y descansar un poco.

Galileo lo pensó un momento.

—Bueno, supongo que debo darle tiempo para salir de ese lío. Si es que

puede. Pero no quiero esperar mucho.

Cartophilus asintió.

Galileo le clavó un dedo.

—Ese amigo tuyo, el tal Ganímedes… ¿Sabías que es una especie de

Savoranola? ¿Que los demás jovianos aborrecen su secta y que ahora mismo

están peleando?

—Sí, soy consciente de ello. —Cartophilus señaló el teletrasporta con un

gesto—. Eso me permite ver lo que os ocurre allí, si permanezco en el campo

complementario. Y en cuanto a Ganímedes, ya no soy uno de los suyos. Yo sólo

me encargo de manejar la máquina. Y me quedo con ella. En Júpiter, las cosas

siempre están cambiando. La gente en el poder no es la misma. Su actitud con

respecto al entrelazamiento no es la misma.

—¿Cuánto tiempo llevas encargándote de este lado del teletrasporta?

—Demasiado.

—¿Cuánto? —insistió Galileo.

Cartophilus agitó una mano.

—No hablemos de eso ahora, maestro. Llevo toda la noche despierto. Estoy

cansado.

Galileo soltó un enorme bostezo.

—Y yo. Destrozado, de hecho. Ayúdame a levantarme. Pero luego

hablaremos.

—Estoy seguro de ello.

Aquel invierno, las dolencias de Galileo regresaron con más fuerza que

nunca, y permaneció meses en cama, a menudo tiritando y gimiendo. A veces

gritaba furiosamente, otras sufría ataques epilépticos o hablaba en latín como si estuviera conversando con alguien invisible, con tono interesado y lleno de

curiosidad, sorprendido, humilde, incluso suplicante, todo lo que su voz no

contenía jamás cuando hablaba con los vivos, cuando se mostraba siempre tan

perentorio y seguro de sí mismo.

—Está hablando con los ángeles —aventuró Salvadore, el criado. Por lo

general, el muchacho tenía miedo hasta de entrar en su cuarto. Giuseppe lo

encontraba gracioso.

—Lo que pasa es que no quiere trabajar —murmuró La Piera. Ella sí que

entraba en el cuarto, fuera el que fuese el estado del enfermo, y le exigía que

comiera, que bebiese té y que dejase el vino.



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