El signo de los diez by José Carlos Somoza

El signo de los diez by José Carlos Somoza

autor:José Carlos Somoza [Somoza, José Carlos]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Intriga
editor: ePubLibre
publicado: 2022-05-21T00:00:00+00:00


~ 5 ~

Cuando regresé al sótano se me presentó la otra oportunidad.

Sir Owen no estaba. Seguramente se había reunido con Braddock. Ponsonby, las manos entrelazadas en la espalda, vigilaba a los trabajadores fingiendo muy mal que lo controlaba todo. Y al pie de la escalera, sobre una mesa traída con tal fin, había un servicio grande de té con varias tazas y una bandeja de pastelillos y galletas Merryweather de sabores, de los que disfrutaba Sullivan en aquel momento.

No dispondría de mejor ocasión. Bajé directamente hacia él.

Se puso en pie sacudiéndose el azúcar de los dedos, la mejilla abultada con un trozo. Y con todo y con eso, se las arregló para sonreír sin perder su encanto.

—¡Señorita McCarey! —dijo con el lado respetable de la boca mientras el otro hacía ñam, ñam. Una nevisca de azúcar caía por su pechera como si hubiese raspado el muslo entero de un hombre-dulce—. Debe probar estos de frambuesa… De veras, son…

Decidí ser un poco menos sutil que con la jefa.

—¿Cómo sabía usted que cuido a un solo paciente?

Bueno, vale: nada sutil.

Abrió mucho los ojos castaños en una expresión cómica, acentuada porque aún no había tragado del todo el pastelillo. Pero eso le daba tiempo para pensar.

—No sé si la entiendo… —Se limpió el bigotito y la ropa con su pañuelo.

—Ayer dijo que envidiaba al paciente que cuido aquí. El resto de enfermeras fijas de Clarendon cuidan a varios pacientes. ¿Cómo sabía que yo atiendo solo a uno?

Se tomó su tiempo. Encendió un cigarrillo.

—Dioses de la injusticia —murmuró—. Acabo de recibir una paliza mental de parte de sir Owen como no recibía ni en el trasero desde que era niño en Coach Maze… ¡Y ahora viene usted con esa pregunta!

—Y aguardo una respuesta.

—No lo sé… ¿Cómo sabía yo…? ¿Dije eso? Suena raro. No sé cuántas de ustedes hay, pero deben de tener a su cargo lo menos a cuatro o cinco residentes cada una… Es absurdo que dijera eso. ¿No me entendería usted mal?

Lo miré un instante, no puedo decir que en silencio.

Porque entre medias se reanudaron los martillazos.

—Le deseo suerte en los ensayos, señor Sullivan —dije bruscamente y comencé a subir las escaleras.

No había alcanzado el segundo peldaño cuando oí su voz.

—Espere. Hablemos arriba.

Lo que hice fue esto: seguí subiendo sin esperarle y atravesé la cocina —porque es más decente ser sorprendida hablando con un hombre que caminando junto a uno—, luego salí al vestíbulo, que las criadas ya empezaban a cruzar llevando bandejas de almuerzo, y allí enfrenté a Sullivan, que, gracias a Dios, me había seguido.

Era la viva imagen de quien intenta mantener la compostura ante todo el mundo a cambio de humillarse ante una sola persona.

—Le diré algo: esto no es para mí. Pagan bien, pero me gustaría decirle a ese doctor brillante y…, y… grosero que yo no soy su esclavo, ¡dioses del abuso! Empezó diciéndome dos palabras y gritándome la tercera. Luego solo gritaba. Ahora solo me hace señales con el dedo, no todas agradables… Y no voy a hablar de su ayudante, el tal Quickering… Ese se frota la suela del zapato cada vez que me ve.



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