El secreto de los huevos Fabergé by Charles Belfoure

El secreto de los huevos Fabergé by Charles Belfoure

autor:Charles Belfoure [BELFOURE, CHARLES]
La lengua: spa
Format: epub
editor: Planeta México
publicado: 2021-05-19T05:00:00+00:00


VEINTICINCO

La señorita O’Brian esperó en el umbral hasta que ya no había ningún sirviente en el vestíbulo. El Palacio de Alejandro siempre bullía de todo tipo de lacayos. Al igual que los tutores y las enfermeras, las nanas existían en su propio mundo separado, pues no eran parte ni de la corte ni del servicio doméstico. Pero ahora, cualquier sirviente podía ser un enemigo deseoso de delatarla si se enteraba de que ella era una espía. Después de los atentados al tren y al yate se dio cuenta de que uno de ellos también podía ser un agente revolucionario que pretendía asesinar a Nicolás y a su familia.

Una vez dentro de la sala de exhibición, rápidamente tomó el huevo más cercano. El Huevo Pelícano estaba hecho de oro rojo grabado, en cuya parte superior había un pelícano en su nido con sus polluelos. El huevo se desarmaba de manera ingeniosa en ocho miniaturas ovales de marfil de las instituciones de las que la emperatriz viuda era mecenas. La señorita O’Brian estaba a punto de colocar la nota sobre una de las miniaturas, cuando se detuvo y alejó la mano. Miró fijamente el pequeño pedazo de papel doblado y lo desdobló. Como había predicho, era una serie de letras al azar que ella sabía que estaban en código. Lo escondió en el huevo y lo puso ligeramente delante de los otros. Luego revisó los estantes y vio que habían movido un poco un huevo que estaba al extremo. Caminó hasta él y lo recogió. Era el Huevo de los Palacios Daneses, rosa y malva, con contornos en oro esmaltado. Al abrirlo encontró que la sorpresa era un biombo desplegable de diez acuarelas miniatura de los palacios y yates propiedad de la familia imperial. Entre uno de los paneles había un pedazo de papel doblado exactamente como el que ella acababa de dejar. La señorita O’Brian lo metió rápidamente en la manga derecha de su vestido. Cuando empezó a pasar mensajes, con frecuencia se preguntó quiénes serían sus cómplices dentro de la casa. Pero como buena agente, no quería ni tenía que saberlo.

Antes de salir de la habitación sus ojos recorrieron el resto de los objetos Fabergé: cigarreras, joyería, figuras miniatura de mujiks bailarines y marcos para retratos. El Huevo de los Lirios del Valle rosa era su favorito, con sus perlas y diamantes arremolinados. Pero esos objetos le fascinaban tanto como le repugnaban. Si bien le maravillaba su genial destreza y belleza, no podía ignorar el contraste de estas riquezas con la abyecta miseria del pueblo ruso. ¿Cómo era posible que los Romanov tuvieran esos tesoros, cuando a los obreros los trataban como perros y no tenían derechos? ¿O cuando los campesinos vivían en infame pobreza y suciedad? Se imaginó a su padre en este salón. El viejo revolucionario tomaría un martillo y haría añicos estos tesoros, por la injusticia que representaban. «¡Maldita sea su increíble belleza!», gritaría. Y tendría razón. La señorita O’Brian abrió la puerta unos centímetros para asegurarse de que el pasillo estaba desierto; salió y caminó hacia los apartamentos privados.



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