El rostro de la sombra by Alfredo Gómez Cerdá

El rostro de la sombra by Alfredo Gómez Cerdá

autor:Alfredo Gómez Cerdá
La lengua: spa
Format: azw3, epub
Tags: Juvenil, Intriga, Novela
editor: ePubLibre
publicado: 2011-04-01T06:00:00+00:00


martes, 07:00 horas

Elvira era la primera que salía de casa, pues su horario de trabajo y la distancia así se lo exigían. Eso sí, antes de marcharse se aseguraba de que el resto de la familia se hubiese levantado. Los siguientes eran Adrián y Reyes, que entraban a la misma hora en el instituto, y el último era Julio, que, como era abogado y trabajaba en su propio despacho, tenía un horario más flexible.

Adrián y Reyes no habían vuelto a cruzar una sola palabra desde el día anterior. Incluso habían intentado esquivarse, procurando que ni siquiera sus miradas se cruzasen por casualidad. A diario compartían el momento del desayuno, y eso los iba a acercar a la fuerza, a no ser que quisieran prescindir de él. Pero tanto Adrián como su hermana estaban acostumbrados a desayunar en casa todos los días y no podían concebir marcharse al instituto con el estómago vacío. Por eso no les quedó más remedio que sentarse prácticamente a la vez a la mesa, como si nada hubiera ocurrido entre ellos. Actuaron como siempre: él, preparando dos tazones de leche con cacao y sacando una botella de zumo de naranja de la nevera; ella, tostando rebanadas de pan. A continuación se sentaron y, sin mirarse, empezaron a comer. Solo se oía el ruido lejano de la ducha, que su padre estaba utilizando en ese momento.

Para evitar el incómodo silencio, Adrián cogió el mando a distancia del pequeño televisor de la cocina y encendió el aparato. A esas horas, casi todos los canales emitían informativos, alguna entrevista a algún político o algún debate sobre un tema de actualidad…

Adrián introdujo una rebanada de pan en su tazón y dejó que se empapase bien. Cuando la sacó, y antes de que llegase a su boca, se partió por la mitad y el trozo más grande cayó sobre la mesa, deshaciéndose.

—¡Mierda! —exclamó.

Recogió con sus dedos aquel trozo de pan empapado y se lo llevó a la boca sin ningún miramiento.

—Eres un cerdo —le dijo entonces Reyes.

—Métete en tus cosas.

—Me meto en lo que me da la gana. Tú no puedes prohibírmelo.

—Yo no te prohíbo nada.

—Pues que te quede claro.

—Solo te digo que me dejes en paz.

—¿Tienes miedo?

—¿De ti?

—De que te diga cosas que no te apetece oír.

—¿Qué cosas?

—Preguntas.

—¿Qué preguntas?

—No te gustaría escucharlas.

—¿De qué vas?

—De tu hermana pequeña, de lo que soy.

—Pasa de mí.

—Aunque no te lo creas, lo intento; pero no puedo. Yo no te elegí, ya estabas en casa cuando llegué hace trece años. No puedo pasar de ti. Seguro que tú tampoco puedes pasar de mí. Te conozco muy bien.

—No tienes ni idea de cómo soy.

—Soy una chica inteligente y observadora, no lo olvides.

—Y pedante, y engreída, y sabelotodo, y malhablada…

—Eres mi hermano, mi único hermano, y te quiero mucho. Por eso no puedo pasar de ti.

La súbita declaración de cariño de Reyes desarmó a Adrián. Primero le sacaba de sus casillas y, a continuación, le manifestaba su afecto. Adrián la miró de reojo y no pudo evitar cambiar el tono de su voz por otro más amable.



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