El rÃo salvaje by Louis Bromfield
autor:Louis Bromfield
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Drama
publicado: 1956-08-09T23:00:00+00:00
* * *
Un poco antes de la puesta del sol, uno de la partida» un muchacho de dieciocho años, llamado Callendon, trajo la contestación de Nueva Orleáns. El general no se habÃa molestado en contestarles directamente. Les habÃa contestado desde las columnas del Delta. El periódico anunciaba la detención de ocho ciudadanos des/ tacados, la mayorÃa de ellos hombres de más de cincuenta años, que se habÃan quedado en Nueva Orleáns para salvaguardar en lo posible los intereses de sus conciudadanos. Todos ellos tenÃan muchos parientes y amigos entre Les Défenseurs. Entre ellos figuraba un primo de Héctor MacTavish.
A continuación de la noticia de las detenciones venÃa una nota del general en jefe de la ciudad de Nueva Orleáns. Era breve: decÃa simplemente que habÃan sido detenidos en calidad de rehenes como represalia a ciertos actos cometidos por una banda de renegados fuera de la ley, conocida por Les Défenseurs, los cuales habÃan secuestrado a tres oficiales del Ejército de la Unión. Si alguno de ellos sufrÃa el menor daño, anunciaba el general, los rehenes serÃan fusilados en el acto.
Estaba reunida la pequeña banda en el salón de Bel Manoir mientras Héctor MacTavish leÃa la noticia. A medida que iba leyendo, la lÃnea de su cuadrada mandÃbula se hacÃa más dura y desaparecÃa el color de su rostro tostado por el sol. Cuando terminó puso el ejemplar del Delta sobre una mesa que habla a lado, y dijo lentamente:
âBien, tendremos que pensar otro plan.
Chauvin Boisclair, un muchacho moreno e impetuoso, gritó:
â¡Tomaremos el fuerte y libertaremos a los prisioneros!
â¿Con qué?-preguntó MacTavishâ. ¿Cómo? ¿Con quince o veinte hombres?
âAlgún medio habrá-dijo Lafosseâ. Hay que pensar algo.
Entonces habló Amedée de Lèche. TenÃa los ojos encendidos por una expresión de ira salvaje. La blancura de su cara se habÃa trocado en palidez de cera. Con su única mano, delgada y blanca, retorcÃa los botones de su casaca.
âLa única cosa que podemos hacer-dijo-es fusilar al prisionero.
MacTavish no le contestó, pero la baronesita dijo:
âYa has tratado de hacerlo una vez. Es preferible que no lo intentes de nuevo.
MacTavish la oyó, pero no dijo nada. Los claros ojos azules lo veÃan todo, y a menudo aquello que no era visible para otros ojos.
âVen conmigo-dijo a Boisclairâ. Quiero asegurarme de que el cañaveral está vacÃo.
Vio que la baronesita le estaba observando. Las comisuras de su boca temblaron con la sombra de una son/ risa. En sus ojos brillaba un destello de burla, burla por muchas cosas: por su primo Amédée; por aquella escena, ocurrida hacÃa tanto tiempo, cuyo descoco disgustó a Héctor MacTavish; burla por todos lo hombres que habÃa en la habitación, como si dijera: âSoy más fuerte y más inteligente que todos vosotrosâ.
MacTavish hizo como que no veÃa la burla. Se marchó, llevándose a Boisclair, y salió de la casa. Los anchos hombros estaban un poco inclinados, pero no habÃa ningún otro signo de cansancio o de decaimiento.
Cuando salió, la baronesita cogió el periódico de encima de la mesa y se marchó. Al pasar por delante de Amédée, le dijo:
âAcuérdate de lo que te he dicho, primo.
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