El peso de tu personalidad by Corín Tellado

El peso de tu personalidad by Corín Tellado

autor:Corín Tellado [Tellado, Corín]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Romántico
editor: ePubLibre
publicado: 1965-01-01T05:00:00+00:00


VI

Una hora, dos, allí. Silenciosa, observando distraída lo que él hacía. Tan pronto escribía a máquina, como firmaba, como se levantaba y buscaba algo en el archivo.

Como si ella no estuviera presente y no lo esperara.

De pronto sonó el teléfono.

—Diga.

Ella no pudo oír lo que decían al otro lado, pero supo quién llamaba.

—…

—Ah, Percy, eres tú. Sí, sí, he llegado a las seis y media.

—…

—¿Que llamaste a casa y te dijeron que Amy estaba aquí? Sí, ha venido a buscarme.

—…

—Se lo preguntaré a Amy. Hasta luego, Percy. Si Amy lo prefiere, iremos de aquí directamente a vuestra casa —lanzó una breve mirada sobre la esposa silenciosa—. No lo sé. Amy viste ropa masculina —tapó el auricular—. Dice tu padre que si vamos a comer con ellos.

—No —rotunda.

Él se la quedó mirando un instante, sin parpadear.

—Dice Amy que no. Estaba vestida…, ya te dije.

—…

—Dice que te pongas tú —volvió a tapar el auricular.

—No quiero.

—Pero eres tonta.

—No quiero.

—Está bien. Oye, Percy. Amy dice que he llegado hoy y prefiere estar sola a mi lado. Gracias. Hasta mañana, Percy.

Colgó. No la miró siquiera. No le dio explicaciones. ¿Cómo era posible que aquel hombre que ella conocía tan bien, pudiera mantenerse así, ausente, lejano, frío…?

—Ya terminé —dijo al rato—. Son las diez menos veinte —la miró casi sin detener sus ojos en ella—. No debiste venir. Has perdido el tiempo.

—No lo he perdido.

—¿…?

—Estuve a tu lado.

Sonrió sarcástico.

—¿Desde cuándo te entró ese deseo de estar a mi lado?

—Detesto las ironías. ¿No temes que algún día me canse?

—Sí.

Y sin añadir por qué, cerró la máquina, bajó las persianas y apagó la luz.

Los dos a oscuras se buscaron uno a otro. Él para conducirla fuera del despacho. Ella para estar a su lado un segundo.

Se encontraron casi en la puerta. Lex, agotada ya su resistencia, la sintió pegada blandamente a él.

—Vamos —dijo roncamente.

Amy no se movió. Lex pudo sentir la tibieza de su cuerpo en su costado.

—Vamos, Amy.

Ella contestó. Con sus dos brazos le rodeó el busto.

—¿Qué haces? —gritó él.

—Lex…, hace un mes que no estamos juntos.

—¿Cómo te voy a juzgar?

La hería. Lo hacía adrede para evitar aquella violencia, aquella excitación que lo agitaba. No pensó en lo mucho que la hería. No quería pensar. Lo único que deseaba era mantener inflexiblemente su decisión.

Él la soltó. La sintió caminar delante de él. No la retuvo. Deseos sí tuvo. Locos deseos de apresarla contra sí, de olvidar, de amarla, de perderse como un desquiciado infeliz en el turbador dogal de sus brazos. Pero no. Mentiras otra vez, no. No podía concebir, dada su honradez, que una mujer pudiera amarlo de repente. No se detuvo a pensar que el amor de ella había nacido poco a poco con el trato íntimo de él. Y tampoco concebir que una mujer viviera junto a un hombre creyéndose forzada, y supiera después… lo mucho que lo necesitaba en su vida.

No, no tenía Lex Morley la bastante psicología para comprender aquello.

Llegaron al patio. Subieron al auto uno por cada portezuela.

—¿Quieres ir a comer a casa de tus padres?

—No.



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