El origen perdido by Matilde Asensi

El origen perdido by Matilde Asensi

autor:Matilde Asensi
La lengua: spa
Format: epub, mobi
publicado: 2003-01-01T05:00:00+00:00


IV

Me desperté alrededor de las cinco de la tarde y, cuando bajé al comedor, Marc y Lola ya estaban arreglados y listos, esperándome tranquilamente leyendo la prensa boliviana. Según me contaron mientras desayunaba, la catedrática se había marchado después de comer y había dejado una nota para nosotros con un número de teléfono, rogándonos que nos pusiéramos en contacto con ella en cuanto regresáramos a La Paz.

Don Gastón, por ser amigos de Marta, nos cobró sólo la cantidad mínima por la estancia de un día, sin extras ni comidas, y nos facilitó uno de los pocos taxis que había en el pueblo para volver a La Paz. Hicimos el viaje en compañía de dos cholas de trenza negra y bombín que descargaron gruesos hatillos de tela multicolor en el portaequipajes de la movilidad y que no despegaron los labios durante todo el trayecto, probablemente por falta de aire, pues en el asiento de atrás íbamos también Proxi y yo (Jabba no hubiera cabido).

En cuanto cruzamos las puertas de nuestro hotel, nos sentimos en casa. Resultaba tan extraño pensar en todo lo que nos había sucedido que, simplemente, optamos por no pensarlo. Era como si hubiera un hueco en el tiempo; podían haber pasado meses, o años, porque las horas se habían dilatado de una manera extraordinaria y no resultaba creíble que sólo hubiera transcurrido un día desde que habíamos salido de allí. El hueco también estaba en nuestras mentes. Subimos en el ascensor en silencio y entramos los tres en mi habitación. Marc parecía preocupado:

—¿Qué hago con el donut? —me preguntó nada más cerrar la puerta. Lola se tiró en el sofá y, sin pensarlo dos veces, encendió la televisión. Necesitaba recuperar la cordura y la caja tonta le proporcionaba una cierta sensación de normalidad.

—Vamos a guardarlo en la caja fuerte.

Nuestras habitaciones disponían de cajas fuertes ocultas dentro de los armarios. No es que fueran un dechado de seguridad pero aportaban una mínima garantía para los objetos más valiosos. Antes de irme había guardado dentro mis relojes del capitán Haddock.

—¿Metemos también el portátil y la cámara digital de Proxi?

—¿Es que quieres perder de vista las pruebas o qué? —le pregunté mientras tomaba asiento frente al escritorio y encendía la máquina—. Tenemos que descargar todas las imágenes que queden en la tarjeta de memoria de la cámara y después grabar todo el material en un CD. Eso será lo que dejemos en la caja fuerte junto con la rosquilla. El resto del equipo se queda fuera para que podamos seguir trabajando.

—¿Aún tienes ganas de seguir con el rollo? —me preguntó Lola desde el sofá con un tono de voz agresivo.

—No, te aseguro que lo único que quiero es que salgamos a dar una vuelta, que cenemos por ahí, que vayamos a una peña de ésas en las que cantan canciones en directo y, una vez allí, beberme toda la cerveza que tengan en el local.

—La mitad del stock es mía —me advirtió Jabba.

—La mitad —accedí—. Sólo la mitad.

—Pero, ¿qué tonterías estáis diciendo? —se extrañó Proxi—.



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