El ojo de jade by Liang Diane Wei

El ojo de jade by Liang Diane Wei

autor:Liang Diane Wei [Liang, Diane Wei]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Spanish
publicado: 2008-06-28T12:14:13+00:00


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Capítulo 18

Salieron los tres hacia el Venga la Suerte.Era un lugar de sombras, con lámparas rojas sobre las mesas por toda iluminación. Olía a aguardiente de arroz hervido. En una mesa, a la izquierda de Mei, cuatro hombres apostaban sobre cuánto eran capaces de beber; la mesa estaba sucia de cacahuetes hervidos con sal y botellas de cerveza vacías. A la derecha, dos hombres jugaban a los chinos, cantando canciones para animarse a beber y riéndose. Querían que sus acompañantes femeninas se unieran al juego, pero las mujeres se limitaban a soltar risitas y agitar las cabezas como sonajeros. Detrás de la barra, dos camareras cuchicheaban e intercambiaban miradas cargadas de intención; al parecer hablaban de un hombre que estaba bebiendo solo en una esquina.

Había un grupo de jóvenes del barrio sentados a la gran mesa del centro de la sala, todos ellos fumando y bebiendo y compartiendo la misma expresión dura. Uno de ellos era una chica, bien fuera la chica del cabecilla o la cabecilla misma. A excepción de un chico atractivo, todos se movían con cuidado a su alrededor, mostrándole gran respeto.

El encargado saludó calurosamente al viejo Huang y al tío Ma. Preguntó por la señora Ma, por su estado de ánimo y por el tiempo que iba a hacer al día siguiente. Les señaló una mesa vacía en un rincón. El viejo Huang le dijo algo al oído, a lo que el encargado asintió y respondió:

—Por supuesto, pasen adentro.

Atravesaron la cocina. Había dos cocineras sentadas ante platos de tiras de carne de pollo y verduras rehogadas, cenando fuera de hora. Apenas parpadearon cuando Mei y su escolta pasaron ante ellas. Sobre los fríos fogones, sartenes cubiertas de la grasa de varios meses de uso permanecían ociosas. Había cajas de cartón abiertas y botellas de salsa medio agotadas desparramadas por todo. Un pollo decapitado yacía sobre la madera de una tabla de cortar junto a un enorme cuchillo de acero.

Pasada la cocina había un salón de juego. Los tubos halógenos ardían por encima del humo, y en el aire flotaba punzante el ácido olor de la cerveza. El techo era bajo y el suelo estaba frío, pero eso al parecer no incomodaba a nadie. Había una atmósfera de calma, como en un fumadero de opio donde los clientes fueran ya por la tercera pipa.

El juego era el opio de aquella gente. De día podían dedicarse a cualesquiera ocupaciones: podían ser maestros de escuela, o bien opulentos funcionarios. Uno podía encontrarse allí a una dulce abuelita con dentadura postiza o a un padre que no permitía a sus hijos la menor brizna de libertad. Algunos probablemente habían mentido, diciendo que iban a visitar a unos vecinos o a reunirse con unos amigos. Algunos no habían logrado eludir los reproches de la esposa histérica o del iracundo marido, y se sentaban a sus mesas descorazonados y avergonzados. Pero eran más frecuentes las expresiones de liberación y alivio: aquéllos eran los viajeros que estaban a miles de kilómetros de sus casas.



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