El negro que tenía el alma blanca by Alberto Insúa

El negro que tenía el alma blanca by Alberto Insúa

autor:Alberto Insúa [Insúa, Alberto]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Drama, Romántico
editor: ePubLibre
publicado: 1921-12-31T16:00:00+00:00


* * *

Todos los millones que ganase no cambiarían el color de su epidermis, y, por mucho que le aplaudiese el público, no dejaría de ser negro y de repugnarle a las virgencitas blancas. Experimentaba como nunca el ansia de ser querido por el color del espíritu, no por el de la piel. ¡Ah, si la niña hermosa quisiera oírle! Hizo un ademán desesperado. La calle, medio a obscuras, le ofrecía complicidad. Con el cuello del gabán subido y las manos en los guantes, apenas se advertía su color… Pasearía a pie por las aceras sombrías, por las callejuelas sucias y tortuosas que llevaban a la calle Ancha, por un Madrid clandestino, tabernario y golfo. Sentía ganas de beber, de envilecerse, de olvidar… Había dejado encargo a Rolovitch de ofrecer su coche a los Cortadell… E iba a penetrar en una callejuela ignominiosa, cuando una mujer de aire servil, ocultando el rostro entre el mantón y el velo, le sujetó por una manga.

—Señor Peter… Haga el favor de seguirme…

—¿Adónde?

—Muy pronto lo sabrá; pero, por Dios, sígame a distancia y entre rápido por la puerta que yo misma abriré…

En otra ocasión habría rechazado la propuesta misteriosa: una celada, una burla, lo que fuese… Pero aquella noche no le importaba morir ni matar… Siguió silenciosamente a la mujer.

Entretanto don Mucio concluía de consolar a Emma. Al verla sin sentido y como en trance de muerte, solo había pensado en reanimarla. ¡Al diablo el negro y sus miles de pesetas! Lo primero era vivir y vivir en paz… En cuanto la Cortadita volvió en sí —para lo que bastaron el frasquito de sales y unas palmaditas en la mejillas—, don Mucio la tomó en sus brazos, la meció como a una niña y le dijo:

—Vamos, no te apures… Borra esta escena de tu imaginación. Pon que fue un sueño. Yo no soy ningún verdugo y no voy a obligarte a algo superior a tus nervios… ¡Ea, vámonos a la calle, a casita! Apóyate en mi brazo… Ven…

Le compuso el velito, arregló los pliegues de la capa, todo con mimo maternal, y padre e hija salieron del teatro a tiempo que el conserje apagaba las últimas luces del foyer. Rolovitch esperaba en la acera y abrió la portezuela del coche con un ademán tan correcto, que don Mucio no se atrevió a rechazarlo…

—Es su coche, papá —murmuró Emma, con una mueca de repugnancia.

Entonces Cortadell, con energía, la impulsó por la cintura y la obligó a entrar en el coche, que era uno de círculo, elegante y cómodo.

—¡No tanto, hija, no tanto! Ni que el negro tuviese lepra…

El aire de la madrugada entró por una de las ventanillas, y Emma comenzaba a aspirarlo con placer.

—No te enfades, papá.

Don Mucio no respondió. Meditaba. Hacía seis años que no iba en coche. Justamente, cuando el entierro de Bouzá, su socio en la imprentilla de la calle de la Magdalena, había tenido que tomar un coche a medias con Riaño, el minervista. Hacía seis años que andaba a pie con los tacones torcidos y a veces con las suelas rotas.



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