El Manifiesto Negro by Frederick Forsyth

El Manifiesto Negro by Frederick Forsyth

autor:Frederick Forsyth [Forsyth, Frederick]
La lengua: spa
Format: epub, mobi
Tags: Novela, Intriga, Policial
editor: ePubLibre
publicado: 1996-01-01T05:00:00+00:00


11

El Foxy Lady estaba amarrado para la noche. Jason Monk se había despedido de sus tres clientes italianos, los cuales, aunque no habían cobrado muchas piezas, parecían haber disfrutado de la excursión casi tanto como del vino que habían llevado consigo.

Julius estaba ante la mesa de troceado junto al embarcadero, quitando cabeza y aletas a dos lampugas de modesto tamaño. En el bolsillo de atrás tenía el jornal más su parte de la propina que los italianos habían dejado al marchar.

Monk dejó atrás el Tiki Hut para ir al Banana Boat, cuya entablillada zona de bar-restaurante estaba repleta de bebedores tempraneros. Se acercó a la barra y saludó a Rocky.

—¿Lo de siempre? —sonrió éste.

—Por qué no, soy hombre de costumbres.

Era cliente desde hacía años y el Banana Boat le cogía las llamadas cuando estaba en alta mar. Efectivamente, el número del hotel constaba en las tarjetas que Monk había dejado en todos los hoteles de la isla Providenciales para atraer a posibles clientes.

Mabel, la mujer de Rocky, le llamó.

—Han telefoneado del club Grace Bay.

—Ajá. ¿Algún mensaje?

—No, sólo que les llames.

Mabel le acercó el teléfono que guardaba detrás de la caja registradora. Monk marcó y respondió la recepcionista del club, quien reconoció la voz.

—Hola, Jason, ¿qué tal el día?

—Los he tenido peores, Lucy. ¿Me has telefoneado?

—Sí. ¿Qué haces mañana?

—Eres una chica mala, ¿qué te traes entre manos?

La alegre y corpulenta recepcionista del hotel, cuatro kilómetros playa abajo, lanzó una sonora carcajada.

Los residentes de la isla Providenciales no constituyen un grupo muy numeroso. Dentro de una comunidad que vivía del turismo, única fuente de dólares para los isleños, casi todo el mundo conocía a todo el mundo, isleño o colono, y las bromas festivas ayudaban a pasar el tiempo. Los turcos y caicos eran como siempre habían sido los nativos de las Indias Occidentales: cordiales, indolentes y con pocas prisas.

—No empieces, Jason Monk. ¿Estás libre para mañana?

Monk había pensado pasar el día trabajando en el barco, tarea que nunca termina para los propietarios de barcos, pero un chárter era un chárter, y la financiera de Miami propietaria aún de la mitad del Foxy Lady nunca se cansaba de cobrar cheques.

—Creo que sí. ¿Todo el día o sólo la mitad?

—La mitad, por la mañana. Digamos a eso de las nueve.

—De acuerdo. Diles dónde pueden encontrarme. Les estaré esperando.

—No se trata de un grupo, Jason. Sólo es un hombre, un tal Irvine. Se lo diré. Adiós.

Jason colgó. Los clientes solitarios eran poco habituales, casi siempre eran dos o más. Sería algún marido cuya esposa no quería ir de pesca; eso también solía ocurrir. Terminó su daiquiri y volvió al barco para decirle a Julius que se encontrarían a las siete para repostar y subir algunos cebos a bordo.

El cliente que apareció a las nueve menos cuarto era mayor que los pescadores habituales; en realidad, un viejo en pantalones color canela, camisa de algodón y un panamá blanco, El hombre le llamó desde la plataforma:

—¿Capitán Monk?

Jason bajó del puente y fue a darle la bienvenida. A juzgar por su acento, sólo podía ser inglés.



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