El libro del león by Elizabeth Daly

El libro del león by Elizabeth Daly

autor:Elizabeth Daly
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Policial
publicado: 2019-04-09T22:00:00+00:00


CAPÍTULO XI

LA campanilla tenía un sonido áspero y estridente, como el de esos antiguos gongs que solían colgarse de la misma puerta y sonaban al abrirse ésta. Gamadge oprimió el timbre, esperó y volvió a tocar.

Pensó que la mujer habría salido; imposible que estuviera tan profundamente dormida con un solo vasito de coñac. En efecto, al recordar su visita anterior, cada vez se convencía más de que la mujer estaba completamente sobria cuando lo atendió. Estaba casi seguro de que su repentina somnolencia fue una excusa para librarse de él. ¿O habría vuelto a su botella solitaria después que él se fue, y bebido en exceso hasta las seis de la tarde?

Esa campanilla debía despertar hasta a los muertos. Volvió a oprimir el timbre en el momento en que sonaba ruido de pasos en la escalera.

Un hombre de edad madura, muy delgado y de rostro enjuto se detuvo en el último escalón. Tenía en la mano una llave inglesa y un destornillador.

—¿No está? —preguntó.

—Parece que no.

—Quería que viniera antes de irme y le arreglara un caño —la expresión del individuo era poco amable; probablemente no le daban buenas propinas—. Esta casa vieja se está cayendo en pedazos y el dueño no quiere hacer reparaciones mientras los alquileres no se puedan aumentar —se acercó a Gamadge y se quedó mirando la puerta—. Me dijo que estaría en casa.

—¿Es usted el conserje?

—Eso mismo.

—Está usted muy pocas horas para ser tan grande el edificio.

—El propietario no quiere tener un conserje permanente, pues los alquileres…

—Ya sé.

—Los inquilinos no se cansarán de estar aquí al precio que pagan. No se vaya a confundir. Las habitaciones son amplias y aireadas. Esta gente es en su mayoría profesionales retirados. No sé dónde irán cuando suban los alquileres.

—Quizá dividan todos los departamentos, como el de la señora… Weekes.

—No me sorprendería. En fin, me extraña que no esté. Tendré que entrar, pues es hora de que me vaya. Si no es el caño que quiere arreglar…, tendrá que aguantarse.

—Quisiera dejar una nota. La señora Weekes no figura en la guía telefónica… —Gamadge creyó poder arriesgar tal hipótesis—. No creo que tenga teléfono. No lo vi cuando vine aquí antes.

—No, no tiene teléfono.

El conserje tocó el timbre dos veces durante largo rato. Luego, lanzando una mirada de reojo a su involuntario confidente, sacó del bolsillo su llave maestra y la introdujo en la cerradura. Puso la rodilla contra la puerta y empujó, refunfuñando:

—Se atrancan todas las cerraduras de la casa.

Se abrió la puerta de par en par.

—Y las bisagras están flojas —agregó.

Ambos se quedaron mirando el cuarto sumido en la penumbra. Isabel Wakes no había guardado sus papeles ni cubierto la máquina. Un soplo de brisa procedente del oeste agitaba el borde de una cortina. El conserje dijo:

—Bueno, puede escribir su nota mientras yo…

Se encaminó hacia la puerta que daba paso al interior y se detuvo.

Gamadge no se había movido del umbral, pero en ese momento cruzó la estancia para inclinarse sobre la figura que descansaba sobre el sofá.

—Fuera de combate —comentó el conserje—.



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