El huracán by James Lee Burke

El huracán by James Lee Burke

autor:James Lee Burke [Lee Burke, James]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Intriga, Policial
editor: ePubLibre
publicado: 2007-10-15T00:00:00+00:00


* * *

Esa noche no pude dormir. Soñé con Ronald Bledsoe, con él padre Jude LeBlanc y con la confesión de Bertrand Melancon. Soñé con el agua negra cubriendo la cabeza de Jude y con la gente atrapada en el ático, sacando los dedos por las rendijas que Jude estaba abriendo en el techo con su hacha cuando Bertrand lo atacó. Oí a aquella gente pidiendo auxilio por sus teléfonos móviles y oí el sonido de una lancha alejándose con los hermanos Melancon y los Rochon apretujados en su interior.

Yo odiaba lo que ellos le habían hecho a Jude LeBlanc y a su congregación. Personalmente me repugnaban y me producían asco. Pero no podía permitirme el lujo de odiar; ni como agente de la ley ni como alcohólico en recuperación. En Alcohólicos Anónimos enseñan que quienes más nos irritan están enfermos y que no son tan distintos de nosotros. A veces cuesta convencerse de ese precepto. Lamentablemente, a los alcohólicos en recuperación no se les permite una gran libertad de acción respecto de sus emociones. Mi pasaje favorito de Ernest Hemingway será siempre aquel de Muerte en la tarde, en el que sugiere que los males del mundo podrían arreglarse abriendo una temporada de caza de tres días sobre los seres humanos. La parte donde especifica que el primer grupo que él eliminaría sería el de los policías, dondequiera que estuviesen, es menos alentadora.

Fui a la cocina y bebí un vaso de leche en medio de la oscuridad. A la luz de la luna, los robles tenían un color verde negruzco. El bayou estaba henchido y sus aguas amarillentas, a causa de las ingentes precipitaciones de las últimas semanas. Intenté ordenar las imágenes de mis pesadillas, meterlas en compartimentos, para poder extirpármelas. Pero una parte de ellas nunca desaparecía: Bertrand Melancon. No sólo continuaba llamándome para justificar o acaso expiar sus pecados, sino que seguía rondando por la zona. Esto último no tenía ningún sentido.

El botín de Kovick habría sido el sueño erótico de cualquier ladrón. ¿Estaba Bertrand tan apegado a su hermano Eddy como para seguir huyendo de un centro de acogida a otro, de ratonera en ratonera, con la vana esperanza de sacar a su hermano del hospital y cuidar de él pese a que, a todos los efectos, su cerebro estaba ya tan inánime como su cuerpo?

¿Por qué Bertrand no desaparecía en la vastedad urbana de Los Ángeles y volvía a empezar de cero? La gente lo hace todos los días. Allí podría vender los diamantes de sangre y luego blanquear el dinero obtenido en Las Vegas o en Reno. A no ser que no tuviera en su poder ni una cosa ni la otra.

Clete y su amiga habían encontrado más de diecisiete de los grandes en dinero falsificado, que probablemente había llegado a sus manos flotando desde el garaje del callejón. El resto quizá fue a parar a las alcantarillas, los setos, los parterres, y fue recogido por vecinos que no se molestaron en informar del hallazgo al DPNO.



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