El gato que escuchaba a Brahms by Lilian Jackson Braun

El gato que escuchaba a Brahms by Lilian Jackson Braun

autor:Lilian Jackson Braun [Braun, Lilian Jackson]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Intriga
editor: ePubLibre
publicado: 1987-01-01T05:00:00+00:00


9

El lunes por la mañana, Qwilleran se sentía especialmente contento y feliz. A pesar de lo poco dado que era a usar apelativos, empezó a llamar «cariño» a Rosemary. Sin embargo, a medida que pasaron las horas, su ánimo fue decayendo. El primer contratiempo se presentó cuando Nick llegó a colocar las cerraduras antes de que Qwilleran hubiese desayunado.

—Veo que tiene un siamés —comentó Nick, al ver que Koko lo miraba desde el porche—. Nosotros tenemos tres gatos, pero no son de raza. A mi mujer le encantaría ver el suyo.

Qwilleran recordó la misteriosa respuesta que Nick había dado acerca del posible asesino de Buck y comentó:

—¿Porqué no vienen usted y su mujer a casa una de estas noches? Así podrá conocer a Koko y a Yum Yum. Quiero pedirle perdón de nuevo por haber interrumpido su comida de ayer.

—No se preocupe. Me encanta ayudar a la gente. Además, nadie niega nada a la señora Klingenschoen. —Nick arqueó las cejas con buen humor.

Al marcharse, se llevó uno de los juguetes de hierba que Rosemary había traído para los gatos.

—No se vaya sin visitar el jardín floral de la prisión. Los tulipanes están preciosos en esta época del año. Todo llega un poco más tarde aquí que en la ciudad, ¿sabe?

Cuando se quedaron solos, comentó Rosemary:

—¡Qué joven tan encantador! Creo que iré a visitar los jardines esta tarde mientras tú escribes un rato. También me gustaría ir a la peluquería, si me dan hora.

Los siameses parecían satisfechos con sus nuevos juguetes, un poco de hierba atada al cordón de un zapato. Koko era especialmente habilidoso: le daba con la pata, lo empujaba, lo enrollaba y luego lo escondía en algún remoto rincón.

Qwilleran no se sintió demasiado contento con su tardío desayuno. Consistía en compota de fruta con unos polvos desconocidos, que parecían cemento, y unos cereales con misteriosos ingredientes blandos y arenosos. Sabía que aquello era «comida sana» y lo ingirió sin protestar, pero se negó a sustituir su dosis matinal de cafeína por una infusión de hierbas.

Rosemary declaró:

—He encontrado unos horribles pastelillos industriales hechos con harina blanca y cubiertos de azúcar en polvo en el congelador, Qwill. No puedes comer semejante porquería. Los he tirado a la basura.

Qwilleran lanzó un bufido, pero no dijo nada.

El ruidoso coche tomó la carretera hacia el pueblo, en dirección a la peluquería de Bob. Qwilleran trató de organizarse el día. Puso la máquina de escribir en la mesa del comedor y, junto a ella, los rotuladores, bolígrafos, lápices y el papel, de forma que incitasen a la creación. A continuación, llamó a Mildred.

—¿Cómo se encuentra?

—Mejor que ayer —afirmó—, pero aún me siento fatal. ¿Se da cuenta de lo terrible que es saber que han asesinado a tu vecino?

—Creo que todos deberíamos empezar a cerrar las puertas, Mildred, como se hace en la ciudad.

—Buck, Sarah y Betty eran tan buenos amigos… Solíamos jugar al bridge. Lo enterrarán en su pueblo natal. Las chicas ya se han marchado, todo está triste y tranquilo. Echo de menos el ruido de las máquinas y los tornos.



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