El destino de Ana H. Murria by Maite R. Ochotorena

El destino de Ana H. Murria by Maite R. Ochotorena

autor:Maite R. Ochotorena [Ochotorena, Maite R.]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Intriga
editor: ePubLibre
publicado: 2016-09-21T16:00:00+00:00


20

Ana no supo cómo había llegado a la academia. Fue un ejercicio de superación duro para su delicado ánimo, y encima había empezado a llover de nuevo, sirimiri, esa lluvia muy fina, como la de un aspersor muy suave, apenas algo más que el agua de la niebla, que queda suspendida en el ambiente, pero tan abundante que lo empapaba todo en un santiamén… Al menos se había acordado de coger su paraguas.

Tenía los ojos hinchados de tanto llorar… se movía como una autómata, ajena al oscuro día que envolvía la ciudad en aquella neblina húmeda y pegajosa, ajena a la gente con la que se cruzaba, a todo lo que no fuera su dolor. Se aferraba a él como si fuera lo único que le quedaba, la constancia de que su padre se había ido para siempre. Trataba de creerlo, de asumirlo. ¿Se puede hacer eso? Ella pensaba que no. Le sentía muy cerca, a su lado…

Al entrar en la oficina, la primera que la vio fue Lucía. La joven se asustó en cuanto notó sus lágrimas y repasó su atuendo, claramente de luto… Acudió a abrazarla, intuyendo ya, por su aspecto, que acababa de sufrir una tragedia. Preguntó con delicadeza, y Ana, que llevaba todo el camino reteniendo las lágrimas, ya no pudo más y se derrumbó. Se echó a llorar, deshecha, y su amiga tuvo que sostenerla. Alarmada por su lamentable estado, pidió a una compañera que avisara enseguida a Don Agustín.

Éste, que estaba ocupado con un cliente en su despacho, al oír lo que pasaba se excusó como pudo y lo despidió enseguida para atenderla. Salió a la sala de espera, donde Lucía trataba de calmarla, y al verla así, hundida y de negro, se temió lo peor. Se acercó, dudando, sin saber muy bien cómo tratar a la joven…

—El padre de Ana ha muerto ayer —Lucía le sacó del apuro. Abrazaba a Ana mientras hablaba, besándola y enjugando sus lágrimas—… Ha venido a pedirle unos días, para el entierro… es esta tarde, por supuesto iré, podré ir, ¿verdad Don Agustín? Usted también querrá ir…

—Claro…

El secretario se acercó un poco más, impresionado, y musitó un pésame sincero y sentido. Por supuesto, estaba más que dispuesto a darle los días que pedía. De hecho, se empecinó en que se tomara el resto de la semana libre. Ella no quería hacerlo, sólo necesitaba dos días. Lucía estaba deseosa de acompañarla en un momento tan delicado, y agradeció que se mostrara tan comprensivo.

Ana apenas atendía a sus palabras de consuelo. Le costaba recuperar el control sobre sus emociones, sobre todo cuando su jefe y su compañera se mostraban tan cariñosos y solícitos. Eran las primeras personas que le demostraban afecto. Lucía fue a buscar una tila a una taberna en la misma calle, y regresó enseguida. Se la ofreció con delicadeza. Don Agustín estuvo sentado a su lado todo el tiempo. Al cabo de media hora, al fin empezó a calmarse, lo suficiente al menos como para contener el llanto.



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