El cuenco de los vientos by Robert Jordan

El cuenco de los vientos by Robert Jordan

autor:Robert Jordan [Jordan, Robert]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: SF
publicado: 2011-01-19T23:00:00+00:00


CAPÍTULO 10

Ojos ocultos

Selane la estaba esperando cuando Egwene regresó a su tienda; era una mujer muy delgada, fibrosa, con la oscura tez teariana y una seguridad en sí misma casi insolente. Chesa no se equivocaba; tenía aire engreído, con aquel gesto de echar la cabeza atrás como si evitara un mal olor. Empero, si su actitud hacia las otras doncellas era arrogante, ante su señora se mostraba totalmente diferente. Cuando Egwene entró, Selane se dobló en una reverencia tan exagerada que por poco toca el suelo con la cabeza, en tanto que el vuelo de su falda se extendía todo lo que permitía el reducido espacio de la tienda. Antes de que Egwene hubiese dado el segundo paso hacia el interior, la mujer ya se había incorporado prestamente y empezó a desabrocharle los botones con muchos aspavientos. Y también alborotando por ella. Selane tenía muy poco seso. —Oh, madre, salisteis sin cubriros la cabeza otra vez.

Como si en alguna ocasión se hubiese puesto alguno de esos casquetes de cuentas o perlas que eran los favoritos de la mujer, o los gorros de terciopelo bordado que prefería Meri, o los sombreros con plumas por los que Chesa mostraba predilección.

—Vaya, pero si estáis temblando —continuó Selane—. Nunca debéis salir sin un chal o un parasol, madre.

¿Qué tendría que ver un parasol con que estuviera temblando? Pese a que el sudor le corría por la cara por muy rápido que se lo enjugara con un pañuelo, a Selane ni siquiera se le ocurrió preguntar por qué temblaba; lo que en el fondo era mejor.

—Y os fuisteis sola —siguió parloteando—. No es apropiado, madre. Además, están esos soldados, unos hombres groseros sin el menor respeto por cualquier mujer, ni siquiera Aes Sedai. Madre, no debéis...

Egwene dejó que el tonto charloteo le resbalara del mismo modo que dejó que la mujer la desvistiera, consciente sólo a medias de lo que hacía. Ordenarle que se callara sólo daría pie a tantas miradas dolidas y tal cantidad de suspiros exagerados que al final sería igual de molesto. Salvo por esa cháchara tonta, Selane realizaba sus tareas diligentemente, aunque con tantas florituras que se convertía en un baile de gestos ostentosos y reverencias obsequiosas. Parecía imposible que alguien pudiera ser tan estúpido como Selane, siempre preocupada por las apariencias, siempre pendiente de lo que la gente diría. Para ella, en el concepto de «gente» entraban las Aes Sedai y la nobleza, así como sus sirvientes de más categoría. A su modo de ver, nadie más contaba; quizá ni siquiera eran personas. Ese modo de ser parecía increíble. Además, Egwene no pensaba echar en olvido quién había encontrado a Selane, para empezar; como tampoco quién había encontrado a Meri. Cierto, Chesa estaba a su servicio por mediación de Sheriam, pero Chesa había demostrado su lealtad a Egwene en más de una ocasión.

Egwene quería convencerse de que los estremecimientos que la otra mujer tomaba por temblores eran producto de la rabia, pero sabía que en sus entrañas se retorcía la larva del miedo.



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