El crucigrama de Jacob by A. L. Martin

El crucigrama de Jacob by A. L. Martin

autor:A. L. Martin
La lengua: spa
Format: epub, mobi
Tags: Histórico, Intriga
publicado: 2016-01-01T00:00:00+00:00


41

Bernardino tiraba cosas al suelo allí por donde pasaba. Chillaba a todo el mundo y amenazaba sin sentido a la gente que le miraba. La prisionera había escapado, y todo ello con la ayuda de su hombre de confianza. Era lo más humillante que jamás le había pasado.

—¡Quiero a todos los soldados disponibles! —gritó al jefe de la guardia.

Tan solo le sacaban unas horas de ventaja. Daría con ellos. Golpeó repetidamente una mesa de madera maciza con la palma de la mano abierta. Su madre, Juana, le observaba con desprecio. Desde que había pasado la adolescencia no lo soportaba. Cada día se parecía más a su padre en todos los aspectos y ahora empezaba a dudar de su cordura con aquel ataque de nervios.

—¡Los mataré! —repetía.

Los vigilantes de la torre entraron como alma que lleva el diablo.

—Señor —se disculparon con una reverencia de la que apenas se incorporaron—. Han venido representantes de la Corona.

Juana se acercó a él emocionada y le agarró de los brazos.

—¡La Corona! —exclamó—. ¡Es por vuestro nombramiento de mañana! Podemos precipitar los preparativos y adelantarlo a esta misma tarde —sugirió.

Bernardino asintió complacido y se dirigió a sus soldados.

—¿Son Isabel y Fernando? —preguntó atónito.

—Han enviado un emisario. Viene acompañado de un regimiento de hombres.

La puerta se abrió repentinamente y el cortesano entró como Pedro por su casa, seguido de dos sirvientes del castillo que aún amagaban detenerlo.

—Disculpad la llegada sin previo aviso —los interrumpió de sopetón. Se quitó los guantes y se paseó por la sala.

—Bienvenido a su casa —se apresuró a decir Juana.

Miró nerviosa a su hijo para que hiciera lo propio.

—No hemos podido enviar a nadie para avisaros de mi llegada que fuera más ágil que mi caballo —añadió con una sonrisilla orgullosa—. Me reconocéis, supongo. Soy Juan de la Hoz, el corregidor. ¿Podemos hablar?

—Por supuesto —respondió la condesa, con un pensamiento suspicaz por el cargo que acababa de mencionar. Un corregidor no pintaba nada en un nombramiento.

Le mostró uno de los sillones frente a la chimenea y gesticuló a Bernardino para que ocupara el de enfrente.

—Gracias —aceptó, ladeando su capa para evitar sentarse sobre ella—. Serán tan solo unos instantes —y dirigió la vista a la condesa. Le pedía cortésmente que se fuera.

Juana se dio media vuelta ofendida como si fuera a llamar a la guardia. Sin embargo, cuando llegó a las puertas, volvió a darles la cara para dedicarles una sonrisa falsa y, al salir, las cerró con delicadeza.

Se quedó al otro lado con la oreja pegada a la puerta.

—¡No es posible! —escuchaba a Bernardino.

El emisario respondió algo. No le entendía. Tenía la voz grave.

—¡Qué es lo que me estáis diciendo! —repetía su hijo.

Bernardino tenía un tono lastimero, como cuando de pequeño se echaba a llorar. Las voces cesaron y Juana se separó de las puertas. El emisario de la corte salió, hizo una reverencia a Juana y abandonó el lugar sin mediar palabra con ella. Portaba unos documentos en la mano. La condesa tuvo un mal presentimiento. Entró en la sala hecha una fiera.



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