El círculo vicioso by Alfonso Martínez Garrido

El círculo vicioso by Alfonso Martínez Garrido

autor:Alfonso Martínez Garrido [Martínez Garrido, Alfonso]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Realista
editor: ePubLibre
publicado: 1967-04-01T00:00:00+00:00


8

SAM, EL PREDICADOR

Ése era el dilema: Cristo o Jesús.

Sam sabía, no obstante, que para llegar a Cristo, es decir, Sam sabía que para poder llevar alguna vez la cruz a cuestas y morir crucificado era necesaria, en principio, la predicación. Y así, una mañana, Sam, que tenía vocación de Cristo, lo abandonó todo, abandonó su niñez y sus caminos, abandonó los pájaros del campo y se abandonó, incluso, de sí mismo y, metiendo el cuerpo y el alma en los más míseros andrajos, se echó por el mundo a predicar.

Ciertamente, en opinión de Sam, sus palabras nada redimirían, de igual modo que nada redimieron las palabras de Jesús-Predicador. Mas sólo éstas, las palabras, podrían conducirle alguna vez a los sudores de sangre, podrían convertirle en ese Cristo que ansiaba ser, para entonces predicar, ya sin palabras, la redentora doctrina del Salvador. El dilema, el misterio era, pues, la dualidad del Hijo: nació Jesús y murió Cristo. Y si en verdad fue Cristo el que redimió a los hombres, valía la pena ser Jesús, precisamente, por tener la oportunidad de la transmutación.

Hubo ocasiones en que a punto estuvo Sam de ser verdaderamente crucificado, pero su calvario, en tales casos, no pasó de ser un vulgar apaleamiento, al que irremediablemente ponía fin algún corazón de apóstol (algún corazón de apóstol sin cobardía, como el de Nina, la burdelera), o bien alguno de los cientos de miles de agentes de la autoridad cuya función consistía en hacer respetar las múltiples leyes dictadas, aun cuando su apariencia fuese la de para guardar el orden público y salvaguardar la convivencia entre los hombres, sólo para evitar nuevas crucifixiones que pesarían ya demasiado en la conciencia de la Humanidad; hubo ocasiones en que a punto estuvo Sam de ser, al fin, un definitivo Cristo, pero, pese a hallarse entonces sólo a un paso de tal posibilidad, a veces pensaba, sin embargo, que ni siquiera había llegado a ser el inicial Jesús.

Fue aquella mañana cuando Sam comprendió que el Redentor había nacido a su tiempo justo, esto es, en el único tiempo en que las gentes tenían libertad, incluso, para ejecutar a Dios. Sam pensó que, de haber nacido el Redentor, por ejemplo, en el tiempo que ahora corría, no solamente no hubiera sido crucificado, sino que, como él, habría hecho ante los hombres el más espantoso de los ridículos.

Había salido Sam a la calle en su envoltorio de harapos y, una vez junto al mercado, se detuvo y alzó la voz:

—Hermanos…, hermanos… Oídme, hermanos…

Sam era hombre de fe, pero su fe no daba de sí lo suficiente como para que el predicador esperase que aquellas palabras bastaran para detener a alguien frente a él. Generalmente, transcurría mucho tiempo (mucho tiempo podía ser, para otro hombre, media docena de minutos, por ejemplo, pero para Sam, precisamente por tratarse de un hombre de fe, el tiempo apenas caminaba; aún así, no obstante, transcurría, generalmente, mucho tiempo para Sam) hasta que, primero, a lo mejor, tal vez un niño o quizás un perro se sentían atraídos por su voz.



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