El código de los wooster by Pelham G. Wodehouse

El código de los wooster by Pelham G. Wodehouse

autor:Pelham G. Wodehouse [Wodehouse, Pelham G.]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Humour
publicado: 2009-11-28T00:43:07+00:00


para describirme las reacciones de Barmy Fotheringay-Phipps al ver

un penco, por el que había hecho una considerable apuesta, llegar sexto en la Reunión de Newmarket Spring. Recuerdo que una vez, durante un enfado temporal con Jeeves, contraté otro mayordomo en una agencia de colocaciones, y no hacía una semana que estaba a mi servicio, cuando se volvió loco una noche y prendió fuego a la casa y me persiguió con un cuchillo de trinchar, diciendo que quería ver el color de mis entrañas, y no sé qué otras ideas estrambóticas. Hasta el momento en que me encontraba, siempre había considerado aquel episodio como el más terrible de mi vida; pero ahora me daba cuenta de que debía pasar a segundo lugar.

El pájaro a que me refiero era un hombre simple, de alma inculta, y Spode era educado y poseía cultura; pero había un punto en el cual sus dos almas coincidían. No creo que sobre cualquier otro punto de vista hubiesen estado de acuerdo, pero era evidente que en su deseo de saber cuál era el color de mis entrañas, seguían líneas paralelas. La única diferencia estaba en que, así como mi asalariado había planeado el uso del cuchillo de trinchar para sus excavaciones, Spode parecía estar convencido de que el trabajo podía perfectamente hacerse con las manos.

—Tendré que rogarle a usted que nos deje solos, señora —dijo. —¡Pero si acabo de llegar! —explicó tía Dalia. . —Voy a hacer papilla a este hombre. No era este el tono indicado para ser usado con mi anciana parienta. Tenía un arraigado espíritu de clan, y, como he dicho, quería mucho a su sobrino. Frunció el entrecejo.

—Usted no pone la mano sobre un sobrino mío. —No le voy a dejar hueso sano.

—¡Usted no hace nada de eso! ¡Valiente idea! ¡Alto aquí! ¡Eu...! Elevó la voz al lanzar esta última orden imperativa, por haber visto que Spode daba un paso en dirección mía. Teniendo en cuenta la forma cómo brillaban sus ojos y que su bigote se erizaba, sin hablar del rechinar de dientes y del siniestro crisparse de sus dedos, el paso que dio hubiera sido capaz de hacerme salir arreando como un virtuoso de la danza. Y de haber ocurrido un poco antes, hubiera producido este efecto. Pero, en aquella circunstancia, no. Permanecí donde estaba, sereno y tranquilo. No recuerdo si crucé los brazos o no, pero sí que en mis labios se dibujaba una sonrisa de desdén. Porque aquella sola sílaba onomatopéyica de mi tía, «¡Eu!», había bastado para realizar lo que un cuarto de hora de rebusca no

había producido, es decir, llenar un hueco en mi memoria. La palabra

mágica de Jeeves acudió súbitamente a mi mente. Un momento antes, mi mente estaba vacía; un momento después, el manantial de mi memoria brotaba a borbotones. Muchas veces ocurre así. —Un momento, Spode —dije con calma—. Sólo un momento. Antes de que se meta usted en un lío, quizá le interese saber que «sé todo lo referente a Eulalia».

Fue estupendo. Tuve la sensación de ser uno de esos tipos que aprietan un botón para hacer saltar una mina.



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