El Bufón by Christopher Moore

El Bufón by Christopher Moore

autor:Christopher Moore
La lengua: es
Format: mobi
publicado: 2010-03-02T08:02:22+00:00


14

En tiernos cuernos

–Me he cepillado a un fantasma -se lamentó Babas, desnudo y desesperado, metido en la gran caldera de la lavandería, a la sombra del castillo de Gloucester.

–Siempre tiene que haber un maldito fantasma -soltó la lavandera, que frotaba las ropas del bobo, sucísimas tras su paso por el foso. Habían sido necesarios cuatro hombres del séquito de Lear, además de yo mismo, para sacar al inmenso imbécil de aquel caldo apestoso.

–Eso no es excusa, en realidad -repliqué yo-. Hay lago en tres lados del castillo. Si el foso se comunicara con él, el hedor y la mugre se irían con la corriente. Apuesto a que un día descubrirán que las aguas estancadas son causa de enfermedades. Seguro que albergan duendecillos acuáticos hostiles.

–¡Caramba! Para ser tan pequeñito, hablas muy bien -dijo la lavandera.

–Es que tengo un don -le aclaré yo, gesticulando aparatosamente, ayudado por Jones. Yo también estaba desnudo, salvo por el gorro de bufón y el títere, pues mi atuendo también se había cubierto de una capa de roña de foso durante la operación de rescate.

–¡Haced sonar la alarma! – Kent bajó a la carrera los peldaños que conducían a la lavandería, empuñando su espada, y seguido de cerca por los dos jóvenes escuderos a los que había abatido hacía menos de una hora-. ¡Cerrad la puerta! ¡Desenvaina el arma, bufón!

–Hola -le dije yo.

–Estás desnudo -observó Kent, sintiendo, una vez más, la necesidad de expresar lo obvio.

–Así es.

–Muchachos, id a por las ropas del bufón y ponédselas. Hay lobos al acecho en el corral, y debemos defendernos.

–¡Deteneos! – dije yo. Los escuderos dejaron de rebuscar como locos por toda la lavandería y permanecieron atentos-. Eso es, perfecto. Y ahora, Cayo, ¿qué es lo que estás haciendo?

–Me he cepillado a un fantasma -dijo Babas a los jóvenes escuderos, que hicieron como si no lo hubieran oído.

Kent se retiró un poco, algo impresionado por el imponente alabastro de mi desnudez.

–Han encontrado a Edmundo con una daga clavada en la oreja, pegado a una silla de respaldo alto.

–Ese muchacho no sabe comer.

–Has sido tú quien lo ha puesto ahí, Bolsillo. Y lo sabes.

-Moi? Mírame. Soy pequeño, débil y ordinario. Jamás habría podido…

–Ha pedido tu cabeza. En este preciso instante están rastreando todo el castillo en tu busca -dijo Kent-. Te juro que he visto cómo echaba humo por las narices.

–No pretenderá estropear la fiesta del Yule, supongo.

–¡Yule! ¡Yule! ¡Yule! – entonó Babas-. Bolsillo, ¿podemos ir a ver a Phyllis? ¿Podemos?

–Sí, muchacho, si es que existe alguna casa de empeños en Gloucester. Te llevaré tan pronto como se te seque la ropa.

Kent arqueó una ceja hirsuta.

–¿Qué es lo que quiere?

–Todos los años, por el Yule, llevo a Babas a la casa de empeños de Phyllis Stein, en Londres, y le dejo cantar cumpleaños feliz a Jesús, y luego sopla las velas en la menorah.

–Pero el Yule es una fiesta pagana -dijo uno de los escuderos.

–Cállate, imbécil. ¿Quieres quitarle una diversión al pobre tonto? Pero, bueno, y vosotros ¿qué estáis haciendo aquí? ¿No sois hombres de Edmundo?

–Se han cambiado de bando, y ahora están conmigo -dijo Kent-.



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