El bachiller, El donador de almas, Mencía y sus mejores cuentos by Amado Nervo

El bachiller, El donador de almas, Mencía y sus mejores cuentos by Amado Nervo

autor:Amado Nervo
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Relato, Realista
publicado: 2017-04-10T22:00:00+00:00


III

TOLEDO

Aun con cierto resabio de duda, Lope se asomó a la ventana. Parecíale que ahí sí iba a quebrantarse el conjuro, a desvanecerse el encanto, y que en vez de la visión de una ciudad castellana tendría la de la espaciosa plaza de su palacio —la plaza de Enrique V—, limitada por suntuosas arquitecturas del Renacimiento, por luminosos alcázares de mármol, rodeados de terrazas amplísimas, y cortado en dos su inmenso cuadrilátero por el gran río de ondas verdes, a través del cual daban zancadas los puentes de piedra y de hierro, hormigueantes siempre de una atareada multitud.

Pero no fue así.

La ventana de su habitación, más alta que la mayoría de los muros opuestos, daba a una callejuela que, con otras vecinas, luego iba a desembocar en la plaza de Zocodover. Desde ella se abarcaba perfectamente el vasto espacio de esta plaza, con sus irregulares edificios y sus viejos soportales.

Una multitud, vestida de manera muy varia, pululaba en rededor de los puestos del mercado, que por ser martes, había. Quién compraba aves de todos géneros; quién tarros de miel; quién queso libreado; quién mazapanes, hojaldres, bizcotelas y rosquillas, con o sin azúcar; quién aceites, mantecas y frutas de Andalucía; quien bebía hipocrás, o comía sardinas fritas o empanadas de ternera.

Casi todos los balcones estaban engalanados con colgaduras diversas y ornados de aquellas palmas benditas que los galanes donaban a sus damas y que, atadas con cintas de varios colores, eran una comprensible leyenda de amor.

Preguntó Lope la razón, y Mencía díjole que la corte se encontraba en la ciudad imperial desde hacía algunos días, y que iba con pompa a todas partes, pasando casi siempre por la plaza.

Lope recorrió con la mirada atónita el panorama. La urdimbre de callejuelas se enredaba a sus pies. Bordábanlas en su mayoría muros bajos, con muy pocas ventanas, y todas las arquitecturas se codeaban en el más heteróclito contubernio. Campanarios, miradores burdos o airosos portales encancelados, ventanas góticas, postigos enrejados de cenobio; sobre la sinagoga, la cruz; junto a la pesada torre medieval, áspera y fuerte como la de un castillo roquero, el alado minarete bordado de encajes; junto a la severidad de un cornisamento romano, la gracia enredada y traviesa de un arabesco que canta los atributos de Alá; un sobrio y reciente pórtico del cinquecento, junto a un arco mudéjar o a un pórtico plateresco. Y el sol, ardiendo sobre las portadas góticas o árabes, colándose a los patios ornados de azulejos, de balaustres calados y de talladas maderas, poniendo su beso de fuego en los viejos escudos, en las ferradas ventanas o en los misteriosos ajimeces.

Toledo, sentada sobre su arisco trono de rocas, vivía los últimos años de su apogeo. El rey don Felipe había trasladado desde 1560 la corte a Madrid.6 Era esta última villa, denominada “la única corte”, muy sucia y malsana, a pesar de tan pomposo nombre. Contaba a lo sumo treinta mil habitantes, y en mucho tiempo su población no aumentó por cierto de una manera sensible.

La



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