El ángel con la espada by C. J. Cherryh

El ángel con la espada by C. J. Cherryh

autor:C. J. Cherryh
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Ciencia ficción
publicado: 1985-08-09T22:00:00+00:00


7

La barca estaba allí, frente al almacén de segunda mano, más allá de la Escalera del Mercado de Pescado: era una escena letárgica, la barca sobre el agua negra, el barquero dormitando en la cubierta central, la más próxima de las cuatro barcas amarradas en esa esquina para pasar la noche. Pero ese barquero estaba vigilante: levantó la cabeza cuando Altair caminó descalza sobre la orilla de piedra. Ali estaba allí atrás, vigilando. Tommy, el recadero, estaba instalado en alguna parte, probablemente en el puente, sentado allí con los pies colgando y sus jóvenes ojos alerta. Resistió el impulso de mirar si estaba allí: Tommy pertenecía a Moghi, y si Ali decía que estaba allí, tendría que estarlo o Moghi lo mataría.

Tommy estaría allí por la misma razón que Del Suleiman se había perdido un buen sueño y había empujado la barca con la pértiga a través de la ciudad, sólo porque los hombres de Moghi se lo sugirieron. Cobrando, evidentemente. Moghi pagaba. Ella le había pagado a Moghi. Favor por favor.

Llegó hasta el borde y la cubierta central, su preciosa cubierta, su pequeño trozo de madera, todo lo que poseía en el mundo.

—Hey —dijo a modo de saludo, se encasquetó la gorra firmemente para evitar la ligera brisa; un ligero viento de aire limpio en una noche limpia: embarcó en su cubierta y sintió que todo mejoraba.

—Hey —respondió Del Suleiman, sosteniendo la pértiga con ambas manos, en equilibrio con los dos pies descalzos en el borde de la cubierta, e irguiéndose sobre las puntas de los dedos: el sentido del equilibrio del canalero—. Hey, Jones, es una hora fatal.

—Lo siento. Estaba preocupada.

—Los hombres de Moghi. Los hombres de Moghi. Venían alborotando todo el canal.

—Oye, no fui yo la que les mandó que lo hicieran.

—¿Cómo es que conseguiste que los de Moghi te lo hicieran, eh? Maldición, la próxima vez búscala tú.

—Pásame la pértiga, yo te llevo.

—No, no, no es cosa tuya. Vamos. ¿Te quieres poner a estribor?

Dios mío, qué generosidad. Del iba a tener que esforzarse el doble con ella en la barca, el viejo tenía prisa.

—Que no, tranquila.

Altair se agachó y tiró del amarre lateral, el de espera. Del hubiera amarrado la proa para una espera más larga, habría puesto el ancla (de tenerla) y nunca habría elegido esa repisa de fondo de piedra, contra la que podría arañarse la barca si pasaba alguna barcaza grande y producía una ola. (Si había alguna. Si alguna podía moverse, si habían conseguido sacar del Port el puente y el casco.) Los amarres ligeros y las puertas traseras no eran lo propio de Del. El viejo estaba nervioso. Eso se veía en la forma en que se movía.

No podía culpársele. Mira tenía que cuidarse a sí misma mientras que él iba con esos matones. Tenía que resultarle curioso, Dios mío, tener que irse con ellos dejándola a ella en algún lugar oscuro.

La barca quedó libre y chocó por la popa. Altair cogió el gancho y se pasó al lado izquierdo, mientras Del empujaba.



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