El amor no es un verso libre (Spanish Edition) by Fortes Susana

El amor no es un verso libre (Spanish Edition) by Fortes Susana

autor:Fortes, Susana [Fortes, Susana]
La lengua: spa
Format: epub
editor: Santillana Ediciones Generales, S.L.
publicado: 2013-11-12T23:00:00+00:00


Capítulo XII

Le dio al interruptor de la luz y lo que vio no le gustó. Una mesa de roble maciza con seis sillas de respaldo alto en las que parecía que nunca se hubiera sentado nadie. Toda la estancia estaba amueblada con el típico estilo castellano, seco y austero, que incrementaba todavía más el aire monacal de la casa. Los sofás cubiertos con sábanas blancas, todo asépticamente ordenado, los libros tras los cristales de las vitrinas, el escritorio con su lámpara y su cartapacio de cuero, un perchero del que no colgaba una sola prenda. Había algo frío en aquella casa, como si no fuera un lugar donde alguna vez hubiera vivido gente. Kate arrugó la nariz y una sensación de incomodidad afloró a su piel como un sudor repentino. No le gustaba invadir espacios ajenos. Aquel ordenamiento de los muebles, aquella intimidad de cocina, cuarto de baño y dormitorio la desasosegaba profundamente. ¿Qué hacía ella allí?

Pero a algún lugar tenían que ir. Ella habría querido llevarlo a que lo viera un médico, dado el estado en el que se encontraba, pero él se había negado en rotundo.

—No podemos quedarnos aquí —insistió mientras le sostenía la cabeza e intentaba limpiarle la sangre de la cara. Empezaba a anochecer.

Fue entonces cuando a él se le ocurrió lo de la casa de la sierra. Era un chalé que había pertenecido a su suegro y que solo utilizaban de vez en cuando para pasar algún fin de semana. Pero estaba a más de cuarenta kilómetros de Madrid, al pie de la sierra de Guadarrama.

—¿Dónde tienes el coche? —le preguntó Kate.

El Bugatti verde de Díaz-Ugarte estaba estacionado cerca de la Residencia, en una calle estrecha detrás del Museo de Ciencias Naturales. Tuvieron que tomar un taxi para llegar hasta allí. El taxista estuvo a punto de no pararles, por no meterse en líos.

—Entiéndame, señorita, pasan muchas cosas. El otro día, sin ir más lejos, unos falangistas dispararon a un grupo de sindicalistas que estaban tomándose una cerveza en un bar de aquí al lado y en el tiroteo murió la muchacha que estaba sirviendo las mesas y que no tenía culpa de nada. Uno tiene familia y nadie quiere verse metido en medio de un fuego cruzado.

Para que accediera a llevarlos, Kate tuvo que asegurarle al hombre que el estado en el que se encontraba su acompañante no era debido a ningún asunto político, sino fruto de una pelea por un lance amoroso.

Díaz-Ugarte no estaba del todo inconsciente, pero apenas podía mantenerse en pie. Con el brazo izquierdo cruzado sobre el pecho, se presionaba el estómago con ademán protector, tratando de contener las náuseas. Más que un dolor concreto, único, localizado, lo que sentía era una enorme confusión, como si todo aquello hubiera sido un terrible error de cálculo que pronto se arreglaría.

Vio cómo Kate rebuscaba en el bolsillo interior de su americana hasta que palpó las llaves. No sabía muy bien dónde se encontraba, pero reconoció su coche, el olor, la tapicería de color manteca, el cierre metálico de la guantera.



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