Doña Perfecta (ed. José Montero Padilla) by Benito Pérez Galdós

Doña Perfecta (ed. José Montero Padilla) by Benito Pérez Galdós

autor:Benito Pérez Galdós [Pérez Galdós, Benito]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Drama, Romántico
editor: ePubLibre
publicado: 1875-12-31T16:00:00+00:00


XVII

LUZ A OSCURAS

La galería era larga y ancha. A un extremo estaba la puerta del cuarto donde moraba el ingeniero; en el centro, la del comedor; al otro extremo, la escalera y una puerta grande y cerrada, con un peldaño en el umbral. Aquella puerta era la de una capilla, donde los Polentinos tenían los santos de su devoción doméstica. Alguna vez se celebraba en ella el santo sacrificio de la misa.

Rosario dirigió a su primo hacia la puerta de la capilla, y se dejó caer en el escalón.

—¿Aquí?… —murmuró Pepe Rey.

Por los movimientos de la mano derecha de Rosario comprendió que ésta se santiguaba.

—Prima querida, Rosario… ¡gracias por haberte dejado ver! —exclamó, estrechándola con ardor entre sus brazos.

Sintió los dedos fríos de la joven sobre sus labios, imponiéndole silencio. Los besó con frenesí.

—Estás helada… Rosario… ¿Por qué tiemblas así?

Daba diente con diente, y su cuerpo todo se estremecía con febril convulsión. Rey sintió en su cara el abrasador fuego del rostro de su prima, y alarmado exclamó:

—Tu frente es un volcán. Tienes fiebre.

—Mucha.

—¿Estás enferma realmente?

—Sí…

—Y has salido…

—Por verte.

El ingeniero la estrechó entre sus brazos para darle abrigo; pero no bastaba.

—Aguarda —dijo vivamente levantándose—. Voy a mi cuarto a traer mi manta de viaje.

—Apaga la luz, Pepe.

Rey había dejado encendida la luz dentro de su cuarto, y por la puerta de éste salía una tenue claridad, iluminando la galería. Volvió al instante. La oscuridad era ya profunda. Tentando las paredes, pudo llegar hasta donde estaba su prima. Reuniéronse y la arropó cuidadosamente de los pies a la cabeza.

—¡Qué bien estás ahora, niña mía!

—Sí, ¡qué bien!… Contigo.

—Conmigo… y para siempre —exclamó, con exaltación, el joven.

Pero observó que se desasía de sus brazos y se levantaba.

—¿Qué haces?

Sintió el ruido de un hierrecillo. Rosario introducía una llave en la invisible cerradura y abría cuidadosamente la puerta en cuyo umbral se habían sentado. Leve olor de humedad, inherente a toda pieza cerrada por mucho tiempo, salía de aquel recinto oscuro como una tumba. Pepe Rey se sintió llevado de la mano, y la voz de su prima dijo muy débilmente:

—Entra.

Dieron algunos pasos. Creíase él conducido a ignotos[184] lugares elíseos por el ángel de la noche. Ella tanteaba. Por fin, volvió a sonar su dulce voz, murmurando:

—Siéntate.

Estaban junto a un banco de madera. Los dos se sentaron. Pepe Rey la abrazó de nuevo. En el mismo instante su cabeza chocó con un cuerpo muy duro.

—¿Qué es esto?

—Los pies.

—Rosario… ¿qué dices?

—Los pies del divino Jesús, de la imagen de Cristo Crucificado que adoramos en mi casa.

Pepe Rey sintió como una fría lanzada que le traspasó el corazón.

—Bésalos —dijo imperiosamente la joven.

El matemático besó los helados pies de la santa imagen.

—Pepe —preguntó después la señorita, estrechando ardientemente la mano de su primo—, ¿tú crees en Dios?

—¡Rosario!… ¿qué dices ahí? ¡Qué locuras piensas! —repuso con perplejidad el primo.

—Contéstame.

Pepe Rey sintió humedad en sus manos.

—¿Por qué lloras? —dijo lleno de turbación—. Rosario, me estás matando con tus dudas absurdas. ¡Qué si creo en Dios! ¿Lo dudas tú?

—Yo, no; pero todos dicen que eres ateo.



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