Cuentos escogidos by Marta Brunet

Cuentos escogidos by Marta Brunet

autor:Marta Brunet [Brunet, Marta]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Relato, Realista
editor: ePubLibre
publicado: 2020-05-01T00:00:00+00:00


LA MUJER Y «ÉSA»

Despertó como siempre: súbitamente, pasando del sueño a la vigilia y a la angustia de las horas en espera de que la rutina cotidiana fuera iniciándose en la gran casa. No cambió de postura: de costado, con un brazo sirviéndole de almohada y el otro a lo largo hasta apoyar la mano en el muslo poderoso. ¡Qué congoja el insomnio! Ese quedarse quieta repitiendo con obstinación: «Uno más uno, dos. Dos más uno, tres». Hasta alcanzar enormes cifras. Porque alguien le dijo que era sistema para provocar el sueño. O ese beber esperanzado el vaso de leche caliente. O ese recurrir a las drogas. O ese deslizarse por las habitaciones silenciosas, entre la sombra, la penumbra y los mínimos ruidos inexplicables, creadores de miedos ancestrales. Todo ello impulsada por el deseo de dormir, pesadamente, mineralmente, sin sobresaltos, sin pesadillas. Como dormía «ésa».

Se incorporó para mirarla.

Los almohadones la mantenían semirrecostada, con la cabeza en escorzo, apoyada la mejilla en la funda color rosa y, en la tenue claridad de una minúscula ampolleta, tenue ella misma. Durmiendo plácida. Como si los años no hubieran transcurrido, como si la enfermedad no le hubiera trizado el corazón. Perdurables su fineza y su encanto.

Un ramalazo de ira la irguió, echó atrás el embozo, giró con pesadez el cuerpo graso y quedó sentada al borde de la cama, buscando sin mirarlas, con los propios pies, las babuchas siempre perdidas. Metía entretanto los brazos en las mangas de una bata, con los mismos movimientos pesados, pero al propio tiempo enérgicos. Con algo que parecía gesto de amenaza a invisibles enemigos.

Fue hasta el balcón y bruscamente levantó las persianas y abrió una puerta. La luz era azulenca y una orla rosa opalescente anunciaba que el sol subía tras la cordillera. Cantó un gallo y el obstinado ladrido de un perro se hizo insoportable. Olía a humedad, a insistente humedad de tierra vegetal, de fronda, de huerto, de rocío multiplicado en cada pétalo. Olía a campo.

La casa continuaba en silencio.

Sin preocupaciones, la mujer levantó ruidosamente otra persiana.

Se acercó a «ésa». Ahora, a mayor luz, en el rostro enflaquecido, la piel ámbar claro mostraba el fino trazo de las arrugas. Las cejas apenas se dibujaban grises, de igual tono plateado que el pelo corto y crespo. Pero las pestañas eran obscuras y sombreaban las mejillas hundidas, y en la boca de pura línea descolorida, las comisuras sonreían tiernamente. Toda ella menuda entre el rosa de camisa, sábanas y cobertores.

La miró con rencor. Como siempre: ya fuera despierta o dormida, en la enfermedad o en la salud, aparecía serena y seductora.

¿Y ella?… Sin dormir. Su sueño se había perdido. Lo había perdido ella misma al correr del tiempo. Porque alguna vez durmió como dormía «ésa», sueño color de rosa entre rosadas cobijas. Sueño de los quince, de los dieciocho años… ¿Cómo perdió ella el sueño?

¿Y si en vez de quedarse ahí, de pie, mirando a «ésa», intentara dormir? A veces, a esta hora, luego de beber la leche que le dejan en un termo, se adormila, logra adormilarse arrellanada en un sillón.



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