Cuentos del Don by Mijaíl Shólojov

Cuentos del Don by Mijaíl Shólojov

autor:Mijaíl Shólojov [Shólojov, Mijaíl]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Relato, Realista
editor: ePubLibre
publicado: 1925-01-01T05:00:00+00:00


LA OFENSA

UN VIENTO SECO Y CÁLIDO del Este soplaba en la estepa, doblando los tallos de un trigo bajo y triste. El cielo mostraba un negro de muerte, las hierbas se secaban, por los caminos corría un polvo gris. Abrasada por el sol, la corteza del suelo se resquebrajaba y por las grietas —quemadas y profundas como los labios del hombre que se muere de sed— fluían de la tierra los profundos olores a sal.

Las mieses eran pisadas por los cascos de hierro de la mala cosecha que avanzaba desde el mar Negro.

En el jútor de Dubróvinsk la gente vivía dominada por la angustia, con la vista fija en el azul vitrificado del cielo, en el sol recubierto de agujas, parecido a una bigotuda espiga de trigo con la cubierta punzante de las barbas.

Las esperanzas se agostaron junto con las mieses.

En agosto empezaron a arrancar la corteza del roble, que comían después de molerla, mezclando con cada batea de esta masa un puñado de harina de mijo.

Era en vísperas de la Virgen del Amparo. Stepán, cayendo de agotamiento, hacía avanzar a los bueyes, uncidos al arado, por su campo. Enseñando las blancas hileras de dientes, mordiéndose el festón azulenco de los labios, empuñaba en silencio la esteva.

En una semana había logrado arar cuatro desiatinas. Resultaban unos surcos torcidos y desiguales, poco profundos, con unos claros parduscos entre ellos, como si no fuese la reja la que cortaba la tierra cubierta de hierbas, sino unos dedos retorcidos y débiles…

Stepán acudía a presentar mansamente sus ruegos a la tierra infiel porque, además de la vieja, tenía que alimentar ocho bocas, ocho criaturas que le había dejado su hijo, muerto en la guerra civil. Y el único trabajador de la casa era él, con sus cincuenta años cumplidos sobre su encorvada espalda. Terminada la labranza vendió el segundo par de bueyes. No los vendió, sino que los regaló a un alma caritativa a cambio de cuarenta puds de trigo mezclado con granza.

Así las cosas, poco después de la fiesta el presidente del Soviet del jútor anunció:

—Van a entregar un préstamo para simiente. En cuanto llegue el otoño, se recibirá la orden, y todos a la estación. ¡Quién no haya labrado, que lo haga! Aunque sea con los dientes, pero hay que arar.

—Es un engaño. No darán nada… —gruñían los cosacos.

—Está acordado. Debidamente, en serio.

—No hacen más que sacarnos, pero dar… —comentaba Stepán con una mezcla de dolor y de alegría.

Lo creía y no lo creía.

Llegó el otoño. El jútor quedó cubierto por la nieve. En los huertos desiertos aparecieron marcadas las huellas de la liebre.

—¿Cuándo nos van a dar la simiente?… —importunaba Stepán al presidente.

Éste trataba de quitárselo de encima, irritado:

—¡No me des la lata, Stepán Prokófich! No he recibido todavía la orden.

—¡Ni la recibirás! ¡No la esperes!… Alimentan a la gente de esperanzas… Como si hubiesen echado un hueso al perro —y sacudió rabiosamente el abultado puño—. ¡Nos han traicionado esos hijos de perra!… En las ciudades comen pan, los malditos…

—No emplees esas expresiones, Prokófich.



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